Una fábrica de sombreros centenaria. Desde afuera: paredes altas, ganadas por el tiempo y la humedad, con amplios ventanales a la usanza de la época, y una majestuosa chimenea de ladrillo que se eleva sobre el edificio. Desde adentro: casi el silencio, ni se escuchan los ecos de esas voces que se levantaban entre los ruidos de las máquinas, unidas en una línea de producción por interminables poleas y engranajes. Eran doscientos cincuenta empleados, y era una de las fábrica más importantes de sombreros de Latinoamérica, orgullo del país y de su barrio.
Fundada en 1903, en el Dique Uno de Ensenada, provincia de Buenos Aires, la antigua fábrica de sombreros BIC, y su prestigiosa tradición en la confección de sombreros, comenzó a revivir el primero de enero de 2003 de la mano de Raúl Bogetti, fabricante exclusivo de sombreros y gorras de Cardón.
El oficio y la pasión de Bogetti, pusieron en marcha nuevamente el trabajo artesanal, acompañado ahora al ritmo de las mismas máquinas centenarias, algunas de las cuales debieron ser vueltas a armar y puestas a punto a puro empeño y cariño.
La historia familiar de Raúl Bogetti, que tiene origen Italiano en la ciudad de Torino, está signada por la vieja empresa que hoy está a su cargo. Su abuelo y su padre trabajaron allí como operarios. "El barrio, en realidad, se formó alrededor de la fábrica, por ella pasaron generaciones enteras de vecinos de Ensenada, Berisso y La Plata. Mi abuelo vivía a una cuadra y media", recuerda Bogetti. Fue Carlos, el padre de Raúl, quien después de años de trabajo en la empresa decidió independizarse y siguió trabajando en el armado y modelado de sombreros, pero en su casa familiar de la ciudad de La Plata.
Aunque poner a punto cada máquina, esencial para realizar el proceso de elaboración, no fue tarea sencilla. Raúl cuenta que casi al borde de la angustia por la dificultad de encajar la piezas, enfrentado a una especie de rompecabezas armado por el tiempo, sucedió algo imprevisto, casi mágico podría decirse: "De casualidad encontramos entre las cosas de mi papá un libro que se convirtió en una especie de Biblia para nosotros, tenía descripciones, fotos y datos de las máquinas y de cómo funcionaban". El libro, añoso, gastado, pero en buen estado, de 333 páginas de texto, fotos y gráficos, se llama Il Capello y fue editado en Italia en 1924. La ayuda que aportó fue decisiva: "una cosa es ver como funciona una máquina y otra muy distinta es poder armarla y decir lo que hay que hacer, cómo hacerlo y cuidando los detalles de cuánto hacer, cuánta materia prima usar. En Il Capello hasta figura, por ejemplo, que la Carda y la Cardina, tiene que ser operadas por mujeres por la sensibilidad de sus manos", dice Raúl.
Desde el pelo al sombrero.
Después se ven con las lámparas ( el espesor) ... Seguirá todo el trabajo artesanal, en conjunto con las máquinas hasta lograr el producto terminado".
Con la lana, el proceso es diferente. La elaboración comienza en la Batylana, un artefacto gris, con forma cilíndrica y con un caparazón de tablas de madera. Con su nombre sonoro, la Batylana desmenuza la lana, la abre. Seguirá luego el turno de la Carda, del tamaño de un elefante pequeño y con un ruido que recuerda a un lejano paso del tren, es la encargada de formar el colchón de lana, materia prima base para la elaboración. El próximo paso, la Cardina hace un trabajo más fino que la anterior y entrega una gasa que una operaria envuelve cuidadosamente para llevar al próximo paso. Antes la corta y salen dos conos. El planchado, comienza a darle consistencia a la trama . Luego otras máquinas, (la Ruletosa, el Ruletin y el Fulón) seguirán achicando y dándole mayor consistencia al fieltro, hasta dejarlo con el espesor y la trama precisa. Secado, entintado, aperturas de las alas, enformado, prensa, costura, son los demás capítulos que cumplidos con el mismo cuidado y oficio hacen a la calidad de las gorras y sombreros de Cardón. De eso se encargan los actuales siete operarios de la fábrica que cuidan al detalle cada paso.
Pelo de liebre y conejo, lana merino, paja toquilla y cuero vacuno son las materias primas que, previamente seleccionadas, alimentan las bocas de las máquinas. El resultado final: óptima calidad y elegancia en gorras de pelo y algodón, sombreros de fieltro, de cuero, de paja Toquilla, todos fabricados en una exclusiva gama de colores como marrón oscuro, beige, negro y verde musgo. Llegarán a ser usados y lucidos por hombres y mujeres de campo y ciudad de todo el país. Pocos de ellos se imaginarán que fueron elaborados en un lugar donde el tiempo parece detenido, y donde la tradición de fabricar sombreros ha dejado de ser un melancólico recuerdo.
No sólo se continúan usando el sombrero y demás prendas con que se cubren la cabeza, cabellera (o calva) y rostro en días de frío, lluvia, viento o sofocante sol. Aún hoy, cuando se pretende manifestar admiración a alguna persona, o frente a hechos nobles y creativos, tanto en la anciana Europa como en nuestra América, se sigue escuchando una misma palabra. Basta decir "chapeau" que significa sombrero en idioma francés- para indicar que quien la pronuncia se quita, precisamente, el sombrero ante el valor de esa persona, o de ese hecho. La sola mención del sombrero es suficiente para marcar uno de los máximos gestos de homenaje entre los seres humanos.
Siempre ha sido notable la influencia inglesa en la vestimenta de los argentinos. A lo largo del siglo XIX y la primera mitad del XX en Londres se elogiaba el estilo de los habitantes de Buenos Aires y se le otorgaba especial relevancia al parejo uso del sombrero, desde el bombín o el orión al popular chambergo. Hasta la década de 1950 era común que el argentino se calara sombrero para la mayor parte de sus apariciones públicas. Un empleado de clase media iba a trabajar con sombrero y también se lo ponía para ir al cine, comer en cualquier restaurante o mezclarse entre miles de porteños en un estadio de fútbol o un hipódromo.
Fotos de episodios políticos, desde comicios en iglesias y escuelas a manifestaciones en Plaza de Mayo,exhibían a hombres que no se despojaban del sombrero para gritar un gol o el nombre de un caudillo listo, cómo no, para "salvar al país". Era similar el panorama entre las mujeres, que se presentaban con sombrero en todo encuentro social y también en sus cotidianas idas a almacenes y carnicerías.
A los que se sumó la presión de la moda dictada por la nueva potencia: Estados Unidos, que reemplazó a Inglaterra y Francia como líder de lo que todavía se llamaba Occidente. Quedaron impuestos así jeans, camisas leñadoras, ropas de cuero seudo rústicas, botas de cow-boy y, naturalmente, los sombreros stetson, que ahora han dado paso a combinaciones de traje oscuro, camisa, corbata y esas zapatillas de básquet o tenis que parecen esos postres denominados "copa Melba".
Diciendo el clásico "chapeau" nos quitamos el sombrero ante la factura de unos excelentes mocasines de carpincho, por los que se termina pagando una cifra parecida a la que demanda la compra de aquellas zapatillas que tienden a serenar sueños adolescentes. Lo mismo hace, simultáneamente en Salta un hombre que luciendo el sombrero de copa baja de la región celebra una cosecha de vino o de tabaco, la gracia de una zamba de Cuchi Leguizamón o un Backhander en un partido de polo jugado en Chicoana, entre los cerros. Y en el sur alguien descubre su cabeza festejando la pesca de una trucha o un salmón, o conmovido por un bello crepúsculo ante el Glaciar Perito Moreno. Es decir que el sombrero sigue siendo una forma tradicional de la voz del hombre.
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