Ninguno había visto el mar y menos una isla. Pero en 36 horas, los Ruscitti viajaron en camión desde Castillo Nuevo hasta Roma y, luego, en ferrocarril hasta Génova. Allí tomaron el transatlántico Conte Biancamano que salió para América del Sur con 3600 personas, y quedaron de espaldas a una tierra a la que no volverían.
Cruzaron el mar con todo lo que pudieron cargar: ropa, sábanas, un colador, comida para 20 días de viaje y un hacha para trabajar alguna tierra.
Cuando vieron que en el barco podían comer gratis, e incluso repetir -el hambre de la guerra que ellos llevaban encima, ahí, no existía-, tiraron lo que habían cocinado en alta mar.
"En mi vida había visto gelato", dice ahora Miguel Ruscitti. "Estaba loco de felicidad". La fiesta se terminó en febrero de 1951, cuando llegaron a la Dársena C del Puerto de Buenos Aires. Entre gritos y tarantelas de gente que se reencontraba, apareció Serafino, el padre de Miguel.
Estaba más flaco, cambiado. Miguel no lo reconoció. Caminaron siete cuadras, hasta donde los esperaban unos paisanos con un camión. "Papá dijo que había conseguido una casa", recuerda Miguel. "Y que era en una isla. Pero no nos dijo dónde, ni cuál era su nombre".
En el partido de Berisso, al noreste de la provincia de Buenos Aires, 50 kilómetros separan "la isla" de la ciudad de Buenos Aires y 20 de la capital provincial, La Plata. Está allí -más cerca del Río de la Plata que del océano Atlántico- desde 1887, cuando un hombre llegó de Lombardía para trabajar en la apertura del canal Santiago, que dividió en dos la isla.
El hombre puso un almacén del lado izquierdo, hasta que un día lo desalojaron y se cruzó enfrente, al suelo que había quedado a la derecha. Se llamaba de apellido Pagani y de nombre Paulino.
Montó el gran recreo Pagani y la gente empezó a decir: "Vamos de Paulino". Así nació la isla Paulino, un trozo ahora independiente, encharcado de río, que revolucionó la vida de todo aquel que se empeñaba en hacerla su hogar.
Entre los años 20 y 30, la isla era pum para arriba. Cuatrocientos inmigrantes se asentaron en casas humildes con paredes de zinc. Una tierra fiscal con cinco senderos y la misma desesperación por tener una vida mejor. Los isleños cultivaron verduras, frutas -producían 40.000 cajones mensuales- y flores -especialmente, hortensias- y viñedos. Y soñaban con hacerse la América, aun desde ese lugar tan remoto.
Y a nadie le importa contarlos.
La Paulino es un gran recuerdo. Una postal, doblada y frotada por cientos de dedos muertos, de lo que pudo haber sido y no fue. El gran hobby de los isleños, aquí, es evocar los días de oro, cuando todo era futuro. Y los días de agua: cada uno cuenta cómo sobrevivió a la noche en que el río se los quiso llevar consigo.
Pocos en Argentina sabían de la isla Paulino cuando, el 15 de abril de 1940, su nombre trepó a primera plana. La lluvia empezó a las 12 de un domingo y siguió hasta las 4 de la mañana del lunes. Los isleños se acostaron a dormir y, en ese momento, fue cuando el agua aprovechó para devorar los bordes de la tierra como una bestia muerta de hambre. El agua, que nunca pide permiso, se coló bajo las puertas y retumbó en las paredes de zinc acanaladas. A los vecinos de la isla Paulino les sorprendió escuchar el rumor del río tan cerca, y luego entendieron: el agua no solo estaba cerca.
Todo lo verde lo sepultó el barro, lo despidió como el oleaje devuelve a la costa aquello que ya no le sirve.
La forma más fácil de llegar a la isla Paulino es por las lanchas colectivas de Claudio Martinoli, que parten cada dos horas desde un pequeño embarcadero de Berisso, en Génova al 5700, esquina Montevideo. El viaje cuesta $140, ida y vuelta, y dura 20 minutos. Otros viajan por tierra hasta la isla Santiago, que queda enfrente de la Paulino, y luego cruzan en una lanchita del hijo de Miguel -Miguelito-, que cobra $60 por el arrime.
Cruzaron el mar con todo lo que pudieron cargar: ropa, sábanas, un colador, comida para 20 días de viaje y un hacha para trabajar alguna tierra.
Cuando vieron que en el barco podían comer gratis, e incluso repetir -el hambre de la guerra que ellos llevaban encima, ahí, no existía-, tiraron lo que habían cocinado en alta mar.
Paulino la mítica isla bonaerense donde solo viven 15 familias es un gran recuerdo. |
Paulino la mítica isla bonaerense.
"En mi vida había visto gelato", dice ahora Miguel Ruscitti. "Estaba loco de felicidad". La fiesta se terminó en febrero de 1951, cuando llegaron a la Dársena C del Puerto de Buenos Aires. Entre gritos y tarantelas de gente que se reencontraba, apareció Serafino, el padre de Miguel.
Estaba más flaco, cambiado. Miguel no lo reconoció. Caminaron siete cuadras, hasta donde los esperaban unos paisanos con un camión. "Papá dijo que había conseguido una casa", recuerda Miguel. "Y que era en una isla. Pero no nos dijo dónde, ni cuál era su nombre".
50 kilómetros separan "la isla" de la ciudad de Buenos Aires.
En el partido de Berisso, al noreste de la provincia de Buenos Aires, 50 kilómetros separan "la isla" de la ciudad de Buenos Aires y 20 de la capital provincial, La Plata. Está allí -más cerca del Río de la Plata que del océano Atlántico- desde 1887, cuando un hombre llegó de Lombardía para trabajar en la apertura del canal Santiago, que dividió en dos la isla.
El hombre puso un almacén del lado izquierdo, hasta que un día lo desalojaron y se cruzó enfrente, al suelo que había quedado a la derecha. Se llamaba de apellido Pagani y de nombre Paulino.
Montó el gran recreo Pagani y la gente empezó a decir: "Vamos de Paulino". Así nació la isla Paulino, un trozo ahora independiente, encharcado de río, que revolucionó la vida de todo aquel que se empeñaba en hacerla su hogar.
Leer también: Piedras Coloradas combinación de paz y tranquilidad con un paisaje único.Paulino es, primero, a la distancia, un pedazo de tierra tallada a pico y pala y, más lejos, un bosque de sauces, eucaliptus de ramas desmesuradas, campos de matorrales y pajonales, costeados por bahías de color verde sucio y un balanceo eterno de totoras y juncos. La arena parece mezcla de barro y petróleo.
Entre los años 20 y 30, la isla era pum para arriba. Cuatrocientos inmigrantes se asentaron en casas humildes con paredes de zinc. Una tierra fiscal con cinco senderos y la misma desesperación por tener una vida mejor. Los isleños cultivaron verduras, frutas -producían 40.000 cajones mensuales- y flores -especialmente, hortensias- y viñedos. Y soñaban con hacerse la América, aun desde ese lugar tan remoto.
Las 15 familias.
De los cientos de inmigrantes que hace 90 años creían que la isla Paulino era sinónimo de prosperidad y sensación de hogar dulce hogar, hoy solo quedan unos pocos. Nadie sabe bien cuántos.Y a nadie le importa contarlos.
La Paulino es un gran recuerdo. Una postal, doblada y frotada por cientos de dedos muertos, de lo que pudo haber sido y no fue. El gran hobby de los isleños, aquí, es evocar los días de oro, cuando todo era futuro. Y los días de agua: cada uno cuenta cómo sobrevivió a la noche en que el río se los quiso llevar consigo.
Pocos en Argentina sabían de la isla Paulino cuando, el 15 de abril de 1940, su nombre trepó a primera plana. La lluvia empezó a las 12 de un domingo y siguió hasta las 4 de la mañana del lunes. Los isleños se acostaron a dormir y, en ese momento, fue cuando el agua aprovechó para devorar los bordes de la tierra como una bestia muerta de hambre. El agua, que nunca pide permiso, se coló bajo las puertas y retumbó en las paredes de zinc acanaladas. A los vecinos de la isla Paulino les sorprendió escuchar el rumor del río tan cerca, y luego entendieron: el agua no solo estaba cerca.
El agua estaba adentro.
Todo lo verde lo sepultó el barro, lo despidió como el oleaje devuelve a la costa aquello que ya no le sirve.
La forma más fácil de llegar a la isla Paulino es por las lanchas colectivas de Claudio Martinoli, que parten cada dos horas desde un pequeño embarcadero de Berisso, en Génova al 5700, esquina Montevideo. El viaje cuesta $140, ida y vuelta, y dura 20 minutos. Otros viajan por tierra hasta la isla Santiago, que queda enfrente de la Paulino, y luego cruzan en una lanchita del hijo de Miguel -Miguelito-, que cobra $60 por el arrime.
Las lanchas salen puntuales con capacidad para unas 60 personas, la isla posee un paisaje de árboles, viñedos y hortensias en estado natural. Julio Ariel Milat realiza un avistaje de aves y plantas y Daniela Mondelo un trayecto histórico-productivo.Hay recreos para comer, baños públicos y una sala de primeros auxilios durante la temporada veraniega.
ResponderEliminar@Fausto Baccino. Gracias por la información de interés general. Saludos y buen fin de semana.
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