Selva, tierra colorada, cascadas y ríos acompañan los caminos de Misiones, la exuberante provincia litoraleña rica en diversidad cultural y natural.
Una gira de punta a punta por la provincia de la selva y los ríos, internándose en rutas de asfalto y caminos de tierra roja, para dormir en lodges junto a un arroyo virginal, andar a caballo y visitar saltos como el Encantado y los del Moconá.
Una experiencia autóctona y gringa en la tierra del té y la yerba mate.
A las seis de la mañana partimos en auto desde Buenos Aires y seis en punto de la tarde estábamos ya en la costanera de la ciudad de Posadas, mirando el fluir casi inmóvil del Paraná. Pasamos la noche en la capital misionera y arrancamos temprano hacia las ruinas de la Reducción Jesuítica de San Ignacio.
A la media hora de viaje con rumbo norte desde Posadas comenzó a brotar la exuberancia vegetal, y en un pequeño monte selvático nos detuvimos a comprobar la teoría de un amigo misionero: “Mi provincia es la única con un aroma propio; huele a verde, a entrañas salvajes y a tierra roja mojada, una fragancia que te ingresa en los pulmones con la fuerza de un torrente”.
Distintas formas de transporte conviven en las rutas misioneras, entre selva y zonas forestadas.
La selva misionera está bastante depredada, pero no lo suficiente aún como para que se pierda esa sensación de ir entrando en un reino vegetal que se levanta al costado de la ruta, cada vez más alto cuanto más al norte. Esa muralla verde resguarda una fauna rampante siempre al acecho. Y si bien ya quedan muy pocos yaguaretés –acaso 50–, su invisibilidad omnipresente le da un toque de sugestión a la travesía misionera.
Luego de visitar las famosas ruinas de los jesuitas retomamos viaje por RN12 hacia Jardín América. En el cruce con la RP7 doblamos a la derecha para recorrer los zigzagueantes 40 kilómetros del Valle de Cuña Pirú, una ruta panorámica que ofrece los mejores paisajes de la provincia. En el resto de Misiones la geografía es muy plana y la mirada choca sin perspectiva contra la maraña vegetal. En la RP7, en cambio, se ve desde miradores de altura un panorama abarcador de la selva con toda su densidad.
A media tarde llegamos a Aristóbulo del Valle, en el centro exacto de la provincia y 160 kilómetros al norte de Posadas. Desde allí fuimos al lodge Tacuapí, en plena selva del Corredor Verde –un área protegida que busca evitar la desconexión de la selva misionera–, que coincide con el circuito turístico llamado Ruta de la Selva.
SALTO ENCANTADO Tacuapí es un complejo de cabañas con 50 hectáreas que terminan donde comienza el Parque Provincial Salto Encantado. El lodge está rodeado por cerros y numerosas cascadas a las que se llega caminando por senderos selváticos. Entre la vegetación se levantan siete cabañas construidas con madera recuperada de la selva y una pileta con vista panorámica a un profundo valle. Desde allí visitamos una aldea guaraní, un secadero de yerba mate, caminamos por la selva e hicimos rappel en una cascada.
A la mañana siguiente visitamos desde Tacuapí los Saltos de Moconá, en el centroeste de Misiones, allí donde el río Uruguay separa la Argentina de Brasil. Estos saltos son muy distintos a los de Iguazú y están rodeados de un ambiente cultural muy singular, donde conviven colonos de origen centroeuropeo con indios guaraníes.
Camino a Moconá tomamos la RP2, donde un pastito verde como un campo de golf crece hasta el borde del asfalto y parece a punto de invadirlo. Aquí se transita por lo que vendría a ser el “submundo” de la RP2. Al recorrer las entrañas misioneras se descubre que su diversidad cultural está dividida en ejes bien marcados por tres rutas troncales que cruzan Misiones longitudinalmente: la RP2 en el borde derecho del mapa, limítrofe con Brasil; la central RN 14; y la RN12, que costea el Paraná limitando con Paraguay.
A la vera de cada una de estas rutas sus habitantes hablan con tono e incluso idiomas diferentes –castellano con distintos acentos, guaraní y portugués–, tienen su propia gastronomía, siembran otros vegetales, pintan sus casas de modo diferente y tienen orígenes raciales variopintos.
Rumbo a los Saltos de Moconá recorrimos entonces un fragmento de la RP2 bordeando el río Uruguay. Esta es básicamente una zona de colonos brasileños, alemanes e italianos. Los ancianos suelen ser extranjeros, mientras sus hijos ya son argentinos pero crecidos con un fuerte legado de sus raíces inmigrantes.
Al ser la influencia brasileña muy grande –sobre todo por los medios de comunicación–, muchos de estos misioneros hablan portugués en su vida cotidiana. Algunos se expresan sólo en portuñol y otros son bilingües, pero con acento brasileño. En algunas escuelas las clases son en español, pero en el recreo los chicos hablan en portugués. A los costados de la RP2 la influencia del país vecino se refleja también en la agricultura, y por eso no se planta mucho té ni yerba sino tabaco y granos, como el poroto de la feijoada.
Por momentos brota a los costados de la ruta la densidad de la selva, y en otros aparecen manchones de tierra colorada misionera –hermosa, aunque en verdad es tierra arrasada–, que hace apenas 50 años eran imposibles de ver por estar cubiertos de selva. En el poblado de El Soberbio aparecen las primeras casas de madera con techo a dos aguas y frente inglés, pintadas con vivos colores por los colonos europeos. Y en la ruta se ven algunos “carros polacos” de madera tirados por dos bueyes que van a paso de tortuga, llevando lugareños de pelo rubio y piel muy blanca con cachetes enrojecidos.
En los Saltos de Moconá navegamos el río Uruguay a toda velocidad en un gomón con motor fuera de borda. Los saltos, explicaba el guía, se formaron hace millones de años, resultado de una falla geológica que produjo un hundimiento del terreno. Esto dejó al descubierto un gran escalón de piedra que mide tres kilómetros de largo por quince de alto. Y justo por allí vino a pasar después el río, con su curso que se quiebra por la mitad y cae sobre sí mismo en una catarata larga y continua. El fenómeno es único en el mundo, ya que después de caer el río avanza encerrado entre dos paredes de oscuro basalto por donde se navega en medio de un llamativo espectáculo natural.
De regreso hacia Tacuapí pasamos otra vez por un breve fragmento de la RP14, que es el eje central de la provincia y no limita con países vecinos. Por eso aquí estaría el acento misionero más puro, si es que eso existe. Muchos habitantes descienden de inmigrantes polacos y ucranianos y por eso se ven iglesias cristianas ortodoxas, carros polacos, casas pintadas con vivos colores y muchas plantaciones de yerba.
Antes de regresar a Tacuapí visitamos el Parque Provincial Salto Encantado, que es casi la antítesis de las famosas Cataratas del Iguazú. En pleno valle del río Cuña Pirú, el parque mide 20.300 hectáreas de selva bastante bien conservada. El Salto Encantado es una caída de agua de 60 metros de altura en un cañadón muy encajonado con una densa vegetación. Sobre una abrupta pared de roca, el apacible arroyo Cuña Pirú se arroja al vacío con violencia y una vez en tierra sigue su curso para desaparecer caracoleando entre la vegetación.
CON RUMBO NORTE A la mañana del cuarto día de viaje fuimos hacia el borde occidental de la provincia –otra vez la RN12– por la RP11 hasta Montecarlo. Allí nos alojamos en La Misionerita, un complejo de cinco cabañas levantado sobre una lomada con una hermosa vista al arroyo Itá Curuzú. Las cabañas están muy espaciadas una de la otra, camufladas entre la vegetación y entre todas comparten un jacuzzi al aire libre. Las 50 hectáreas de La Misionerita incluyen un agradable balneario junto al arroyo donde se puede incluso nadar. En el restaurante del lugar (donde muchos viajeros se detienen sólo a comer) se sirven entradas como chipá soó (relleno con carne picada), sopa paraguaya, chipá guazú (tarta de choclo con queso) y ajíes al vinagre. Como plato principal se puede comer parrilla a la leña estilo brasileño con mandioca frita, ñoquis de mandioca y pacú desespinado a la parrilla con salsa provenzal.
Una gira de punta a punta por la provincia de la selva y los ríos, internándose en rutas de asfalto y caminos de tierra roja, para dormir en lodges junto a un arroyo virginal, andar a caballo y visitar saltos como el Encantado y los del Moconá.
Una experiencia autóctona y gringa en la tierra del té y la yerba mate.
A las seis de la mañana partimos en auto desde Buenos Aires y seis en punto de la tarde estábamos ya en la costanera de la ciudad de Posadas, mirando el fluir casi inmóvil del Paraná. Pasamos la noche en la capital misionera y arrancamos temprano hacia las ruinas de la Reducción Jesuítica de San Ignacio.
A la media hora de viaje con rumbo norte desde Posadas comenzó a brotar la exuberancia vegetal, y en un pequeño monte selvático nos detuvimos a comprobar la teoría de un amigo misionero: “Mi provincia es la única con un aroma propio; huele a verde, a entrañas salvajes y a tierra roja mojada, una fragancia que te ingresa en los pulmones con la fuerza de un torrente”.
Distintas formas de transporte conviven en las rutas misioneras, entre selva y zonas forestadas.
La selva misionera está bastante depredada, pero no lo suficiente aún como para que se pierda esa sensación de ir entrando en un reino vegetal que se levanta al costado de la ruta, cada vez más alto cuanto más al norte. Esa muralla verde resguarda una fauna rampante siempre al acecho. Y si bien ya quedan muy pocos yaguaretés –acaso 50–, su invisibilidad omnipresente le da un toque de sugestión a la travesía misionera.
Luego de visitar las famosas ruinas de los jesuitas retomamos viaje por RN12 hacia Jardín América. En el cruce con la RP7 doblamos a la derecha para recorrer los zigzagueantes 40 kilómetros del Valle de Cuña Pirú, una ruta panorámica que ofrece los mejores paisajes de la provincia. En el resto de Misiones la geografía es muy plana y la mirada choca sin perspectiva contra la maraña vegetal. En la RP7, en cambio, se ve desde miradores de altura un panorama abarcador de la selva con toda su densidad.
A media tarde llegamos a Aristóbulo del Valle, en el centro exacto de la provincia y 160 kilómetros al norte de Posadas. Desde allí fuimos al lodge Tacuapí, en plena selva del Corredor Verde –un área protegida que busca evitar la desconexión de la selva misionera–, que coincide con el circuito turístico llamado Ruta de la Selva.
SALTO ENCANTADO Tacuapí es un complejo de cabañas con 50 hectáreas que terminan donde comienza el Parque Provincial Salto Encantado. El lodge está rodeado por cerros y numerosas cascadas a las que se llega caminando por senderos selváticos. Entre la vegetación se levantan siete cabañas construidas con madera recuperada de la selva y una pileta con vista panorámica a un profundo valle. Desde allí visitamos una aldea guaraní, un secadero de yerba mate, caminamos por la selva e hicimos rappel en una cascada.
A la mañana siguiente visitamos desde Tacuapí los Saltos de Moconá, en el centroeste de Misiones, allí donde el río Uruguay separa la Argentina de Brasil. Estos saltos son muy distintos a los de Iguazú y están rodeados de un ambiente cultural muy singular, donde conviven colonos de origen centroeuropeo con indios guaraníes.
Camino a Moconá tomamos la RP2, donde un pastito verde como un campo de golf crece hasta el borde del asfalto y parece a punto de invadirlo. Aquí se transita por lo que vendría a ser el “submundo” de la RP2. Al recorrer las entrañas misioneras se descubre que su diversidad cultural está dividida en ejes bien marcados por tres rutas troncales que cruzan Misiones longitudinalmente: la RP2 en el borde derecho del mapa, limítrofe con Brasil; la central RN 14; y la RN12, que costea el Paraná limitando con Paraguay.
Rumbo a los Saltos de Moconá recorrimos entonces un fragmento de la RP2 bordeando el río Uruguay. Esta es básicamente una zona de colonos brasileños, alemanes e italianos. Los ancianos suelen ser extranjeros, mientras sus hijos ya son argentinos pero crecidos con un fuerte legado de sus raíces inmigrantes.
Al ser la influencia brasileña muy grande –sobre todo por los medios de comunicación–, muchos de estos misioneros hablan portugués en su vida cotidiana. Algunos se expresan sólo en portuñol y otros son bilingües, pero con acento brasileño. En algunas escuelas las clases son en español, pero en el recreo los chicos hablan en portugués. A los costados de la RP2 la influencia del país vecino se refleja también en la agricultura, y por eso no se planta mucho té ni yerba sino tabaco y granos, como el poroto de la feijoada.
Por momentos brota a los costados de la ruta la densidad de la selva, y en otros aparecen manchones de tierra colorada misionera –hermosa, aunque en verdad es tierra arrasada–, que hace apenas 50 años eran imposibles de ver por estar cubiertos de selva. En el poblado de El Soberbio aparecen las primeras casas de madera con techo a dos aguas y frente inglés, pintadas con vivos colores por los colonos europeos. Y en la ruta se ven algunos “carros polacos” de madera tirados por dos bueyes que van a paso de tortuga, llevando lugareños de pelo rubio y piel muy blanca con cachetes enrojecidos.
En los Saltos de Moconá navegamos el río Uruguay a toda velocidad en un gomón con motor fuera de borda. Los saltos, explicaba el guía, se formaron hace millones de años, resultado de una falla geológica que produjo un hundimiento del terreno. Esto dejó al descubierto un gran escalón de piedra que mide tres kilómetros de largo por quince de alto. Y justo por allí vino a pasar después el río, con su curso que se quiebra por la mitad y cae sobre sí mismo en una catarata larga y continua. El fenómeno es único en el mundo, ya que después de caer el río avanza encerrado entre dos paredes de oscuro basalto por donde se navega en medio de un llamativo espectáculo natural.
De regreso hacia Tacuapí pasamos otra vez por un breve fragmento de la RP14, que es el eje central de la provincia y no limita con países vecinos. Por eso aquí estaría el acento misionero más puro, si es que eso existe. Muchos habitantes descienden de inmigrantes polacos y ucranianos y por eso se ven iglesias cristianas ortodoxas, carros polacos, casas pintadas con vivos colores y muchas plantaciones de yerba.
Antes de regresar a Tacuapí visitamos el Parque Provincial Salto Encantado, que es casi la antítesis de las famosas Cataratas del Iguazú. En pleno valle del río Cuña Pirú, el parque mide 20.300 hectáreas de selva bastante bien conservada. El Salto Encantado es una caída de agua de 60 metros de altura en un cañadón muy encajonado con una densa vegetación. Sobre una abrupta pared de roca, el apacible arroyo Cuña Pirú se arroja al vacío con violencia y una vez en tierra sigue su curso para desaparecer caracoleando entre la vegetación.
CON RUMBO NORTE A la mañana del cuarto día de viaje fuimos hacia el borde occidental de la provincia –otra vez la RN12– por la RP11 hasta Montecarlo. Allí nos alojamos en La Misionerita, un complejo de cinco cabañas levantado sobre una lomada con una hermosa vista al arroyo Itá Curuzú. Las cabañas están muy espaciadas una de la otra, camufladas entre la vegetación y entre todas comparten un jacuzzi al aire libre. Las 50 hectáreas de La Misionerita incluyen un agradable balneario junto al arroyo donde se puede incluso nadar. En el restaurante del lugar (donde muchos viajeros se detienen sólo a comer) se sirven entradas como chipá soó (relleno con carne picada), sopa paraguaya, chipá guazú (tarta de choclo con queso) y ajíes al vinagre. Como plato principal se puede comer parrilla a la leña estilo brasileño con mandioca frita, ñoquis de mandioca y pacú desespinado a la parrilla con salsa provenzal.
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