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La cancelación de la deuda es bienvenida pero no olvidemos a los responsables que la generaron.

La llamada para la cancelación de la deuda es bienvenida, sin embargo la deuda no se esfumará sencillamente.  Alguien debe pagarla y por lo general la historia confirma lo que sugeriría una mirada racional a la estructura del poder, esto es:  los riesgos tienden a ser socializados, tal como sucede a menudo con los costos, en el sistema mal-denominado como “capitalismo de libre empresa”. 


El concepto tradicional dice que la responsabilidad recae sobre quienes prestan dinero y quienes lo piden prestado.  El dinero no fue pedido en préstamo por los campesinos, por los trabajadores de las plantas automotrices ni tampoco por los que viven en las villas miseria.  

La mayor parte de las poblaciones beneficiaron poco del endeudamiento; de hecho, con frecuencia han sido gravemente perjudicados por sus efectos.  Sin embargo son los que asumen el peso del pago de la deuda, junto con los contribuyentes en el Occidente—no los bancos que otorgaron créditos malos ni tampoco a los elite militares quienes se enriquecieron mientras trasladaban la riqueza a países extranjeros y se apropiaban de los recursos de sus propios países. 


La deuda latinoamericana que alcanzó niveles críticos a partir de 1982 hubiera sido reducido drásticamente por el retorno del capital de fuga—en algunos casos, se hubiera superado, aunque las cifras para tales operaciones secretas y, a menudo, ilegales,  son poco confiables.   El Banco Mundial estimó que los capitales de fuga de Venezuela excedieron su deuda externa en un 40% en 1987.  De 1980 a 1982, la fuga de capitales alcanzó el 70% de la totalidad de los préstamos a los ocho deudores más importantes, según los cálculos de “Business Week” (revista financiera). 


Se trata de un fenómeno precolapso común, lo cual se volvió a presentar en México en 1994. 


El actual “paquete de rescate” del FMI para Indonesia se aproxima a la riqueza estimada de la familia Suharto.  Un economista indonesio estima que el 95% de la deuda externa del país de unos US$80 billones, está debida por 50 individuos, y no de los 200 millones de personas que terminan sufriendo los costos.  La deuda puede ser cancelada y así ha sucedido en el pasado.


Cuando Gran Bretaña, Francia e Italia entraron en morosidad con sus deudas estadounidenses en los 1930, Washington “perdonó (se olvidó)” de ellas, informó el Wall Street Journal. 


Existen otros precedentes pertinentes.  Cuando EE.UU. se apoderó de Cuba hace 100 años, canceló la deuda cubana a España sobre la base de que la carga había sido “impuesta sobre el pueblo cubano sin su consentimiento y por la fuerza de las armas”.  Tales deudas fueron denominadas más adelante como una “deuda odiosa” por los estudiosos en el ámbito legal, “sin fuerza de obligación para la nación” sino que constituyendo “el endeudamiento de la potencia que la ha incurrido”, mientras que los acreedores que “han cometido un acto hostil para con la gente” no puede esperar recibir pago alguno de las víctimas. 


Cuando Gran Bretaña impugnó los esfuerzos de Costa Rica por cancelar la deuda del ex dictador a la Royal Bank of Canada, el árbitro -el presidente de la Corte Suprema de EE.UU., William Howard Taft- concluyó que el banco prestó el dinero para “ningún uso legítimo”, de modo que su reclamo de pago “debe fracasar”.  Esta lógica se extiende con facilidad a la mayor parte de la deuda actual:  es una “deuda odiosa” sin fundamento legal ni moral, impuesta sobre la gente sin su consentimiento, a menudo sirviendo para reprimirla y enriquecer a sus amos. En los años setenta, el Banco Mundial promovió activamente la solicitud de créditos.  -No hay problema en general con la capacidad de los países en desarrollo para pagar el servicio de la deuda- declaró el Banco sentenciosamente en 1978.  


Varias semanas antes que México entró en morosidad en 1982, detonando una crisis, una publicación conjunta del FMI y el Banco Mundial declaró que “aún existen amplias posibilidades para sostener préstamos adicionales a fin de aumentar la capacidad productiva” -por ejemplo, para la inútil planta de acero Sicartsa en México, financiada por contribuyentes británicos mediante uno de los ejercicios del mercantilismo thatcheriano. Los hechos han seguido una misma línea de desarrollo el momento.   México fue acalamado como un triunfo del libremercadismo y un modelo para otros países hasta producirse el colapso de su economía en diciembre de 1994, con trágicas consecuencias para la mayoría de los mexicanos.  Poco después de la irrupción de la crisis financiera asiática en 1997, el Banco Mundial and el FMI alabaron las “sólidas políticas macroeconómicas” y la “trayectoria fiscal envidiable” de Tailandia y de Korea del Sur.  


Un informe de investigación del Banco Mundial emitido en 1997 puso de relieve los avances “notablemente acelerados” de los “mercados de capitales emergentes de mayor dinamismo”, v.g., “Korea, Malasia y Tailandia, con los de Indonesia y Filipinas siguiéndolos de cerca”.   Estos modelos  de éxito libremercadista bajo las directrices del Banco Mundial “se destacan por la profundidad y liquidez” logradas por ellos y otras virtudes.  El informe salió justo en el momento cuando los cuentos de hadas se esfumaron frente a la dura realidad. Un pronóstico fallido no es ningún pecado, dado el nivel pobre de entendimiento de la economía.  Sin embargo, es difícil hacer caso omiso del argumento que expresó el economista Paul Krugman a saber:  “las ideas mediocres frustifican porque sirven los intereses de los grupos poderosos”. A lo largo de los siglos, la “teoría del libre mercado” ha sido un arma de doble filo:  la disciplina de mercado está muy bien para los pobres e indefensos, pero los ricos y poderosos pueden cobijarse bajo el ala de la nana-Estado. 

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