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Los murales de Pablo Siquier en Puerto Madero.

Entre los artistas argentinos surgidos en los años ochenta, la obra de Pablo Siquier se revela como una de las más originales y complejas, traduciendo, con rigor y objetividad, una experiencia profundamente personal, amorosa, de su ciudad natal, Buenos Aires.

Su trabajo opera como una negación del gesto expresivo y del efecto sin mediación del hedonismo frívolo en el ejercicio artístico, al contrario de lo que ocurre con la mayoría de sus compañeros de generación, no sólo en Argentina sino en casi todo Occidente.

Estos últimos habían propuesto el retorno a la pintura como una revisitación de su tradición histórica bajo la forma de expresiones “neo”, así como el rescate del placer en el arte, en oposición a la racionalidad y crítica extrema que rigió la producción artística entre finales de los años sesenta y principios de los setenta.

Siquier se concentra en la exploración programática de estructuras formales y constructivas, de motivos decorativos y representaciones abstractas que parecen sacados de un manual de arquitectura y construcción, así como en la exploración del lenguaje de los signos y emblemas desarrollada por el diseño.

De este modo, contradiciendo lo que sugiere la percepción inmediata de sus trabajos como formas modulares y multiplicadas a partir del legado de la tradición argentina de Arte Concreto, la obra de Siquier tiene una proyección mayor sobre la creación de formas que expresan una pérdida de la integridad, la totalidad y la sistematización.

Sus pinturas se constituyen a partir de una visión personal, fundada en la observación y en la vivencia de la ciudad, aliada a una sensibilidad neo-barroca, para revelar la inestabilidad de los signos, la ambigüedad del sentido y la difusión semántica que hacen funcionar la cultura urbana y las prácticas artísticas.

Se trata por tanto de una obra que, con fuertes atributos formales, niega de forma paradójica el rigor del orden y de la razón que han regido parte del Modernismo histórico, para dar visibilidad a un mundo marcado por diferentes interacciones, con una diversidad de referentes, mutabilidad, polidimensionalidad y extrañamiento. Siquier cuestiona las certezas y predicados de la modernidad, para dar lugar a una estética donde coexisten plano y profundidad, caos y armonía, razón y fantasía.

Su obra describe una trayectoria de veinte años y que, hasta el momento actual, comprende cuatro etapas distintas:

A) Desde 1985 hasta 1989 Siquier utilizaba en sus pinturas colores vibrantes, que saturaban la superficie del lienzo con formas concéntricas o de origen orgánico, que parecen estar a punto de moverse y se multiplican o se desarrollan de un modo obsesivo, en una "mandala" hipnótica o en una superficie saturada por el dibujo y una decoración excesiva. Éstas evocan motivos prestados de la estampación en tejidos, de láminas de laboratorios o de las tiras cómicas, articulando una tensión entre el tema de la pintura en primer plano y el fondo trabajado del lienzo. Estos primeros trabajos enuncian algunas de las cuestiones y procedimientos más frecuentes que caracterizan el desarrollo de su proyecto artístico: la seducción por la materialidad de la representación pictórica y por el hacer artístico, la contraposición entre lo figurativo y lo abstracto, el gusto por el detalle, por el fragmento y por el artificio, los juegos entre figura y fondo, luz y sombra, orden y precisión formal.

B) Entre 1989 y 1993 el pintor utiliza una paleta más austera y artificial para plasmar superficies monocromáticas en matices de azul, gris, rosa o verde, y formas exclusivamente geométricas. Se inspira en motivos arquitectónicos, pero muestra todavía composiciones simétricas y centradas en el lienzo que evocan detalles ornamentales, columnas y frontones dentro de un procedimiento esquemático que se convierte en una marca propia de su estilo. En lugar de construir las formas con líneas y planos, Siquier trabaja con los efectos de luz y sombra para hacer que éstas parezcan bajorrelieves donde no se percibe la presencia de la mano del artista, como si fuesen el producto de alguna técnica de impresión sobre el lienzo. Las formas parecen fluctuar entre lo abstracto y el referente de donde fueron tomadas (del "Art Deco" y del Modernismo de la arquitectura argentina, p. ej.), proyectándose más allá del plano pictórico. No existe ahí ninguna referencia a la materialidad del ornamento, sino apenas un simulacro de éste, distorsionado, y su visión frontal, emblemática y congelada en el vacío de la tela remite a la naturaleza artificial de la pintura y de la representación.

C) A partir de 1993, Siquier abandona drásticamente el color para dar inicio a una serie de pinturas en blanco y negro, e igualmente elimina las referencias a los ornamentos arquitectónicos en favor de composiciones más complejas y articuladas. Éstas parecen constituir grandes topografías urbanas, mapas bajos de paisajes, circuitos desconocidos, tal vez inútiles, que la mirada del observador debe recorrer como un laberinto que se encierra en sí mismo. Las pinturas son ahora abstracciones puras y precisas, independientes de cualquier referente o forma sólida. El juego entre luz y sombra es exacerbado, convirtiendo la pintura en un soporte gráfico donde la organización del espacio desarma toda lógica y racionalidad. Su trabajo de este modo se aleja definitivamente de las tradiciones fundadas en la Modernidad, para proponer un lugar más crítico, siempre en movimiento, con una concepción marcadamente barroca, es decir, perteneciente a un universo que se configura como algo cerrado, ambiguo, excesivo, paródico.

D) Finalmente en los trabajos más recientes Siquier abandona el plano de los lienzos para trabajar directamente sobre las paredes de las galerías y museos con dibujos e instalaciones, que juegan con la ilusión y la percepción real del espacio. Se trata de trabajos que llevan la tensión de la representación volumétrica a través de la luz y la sombra a su punto límite en salas monocromáticas o en murales exhaustivamente elaborados. Los dibujos, generados por ordenador, como arquitecturas visionarias, son posteriormente transferidos a gigantescas superficies impresas, paredes dibujadas a carboncillo o cubiertas de poliestireno y parecen borrar las fronteras que existían entre la pintura y el mundo real. Las instalaciones de poliestireno en blanco, plata o cobre, revisten íntegramente el espacio, como un ancho marco para el vacío de la sala y la soledad del espectador: el tema de la pintura desaparece para dar lugar a una situación, circunstancia o estado propicios para pensar acerca del sujeto y su entorno. Los murales a carboncillo hablan de lo efímero del gesto del artista, del sentido transitorio de su trabajo y empeño: el carboncillo que delinea las formas y tiende a desaparecer con el tiempo, como en un proceso de extinción, olvido o letargo.

Por otro lado las pinturas a partir de finales de los años noventa muestran la reducción a astillas de las formas y de los circuitos presentes en las etapas anteriores, dando lugar a una especie de cartografías sobrepuestas y asimétricas, un amontonamiento de fragmentos que se enuncian sin conclusión, grafismos geométricos y decorativos discontinuos. El conjunto de formas sugiere una narrativa sobre la contemporaneidad donde se acumulan tiempos y espacios diversos que describen una caligrafía secreta de la misma naturaleza que los jeroglíficos. Parecen dar visibilidad a la noción de heterotopía foucaultiana, un lugar fuera de cualquier lugar que paradójicamente está relacionado con todos los lugares “…de tal forma que disimula, neutraliza e invierte el conjunto de relaciones diseñadas, reflejadas y observadas entre sí...”, funcionando como “… disposiciones alternativas, una utopía real y efectiva, donde las disposiciones reales…se representan, se cuestionan y se vuelcan simultáneamente.”

La ciudad no existe sin sus habitantes, de la misma forma que los habitantes no existen apartados de su ciudad. Las circunstancias de la vida urbana constituyen las subjetividades individuales y sociales en tanto que la ciudad existe gracias a la experiencia vivida por sus habitantes. Es exactamente esa relación de sinergia entre estas dos partes, antes que cualquiera de ellas considerada individualmente, lo que parece generar la obra de Siquier, y que permite pensarla como una producción relacionada con la ciudad de Buenos Aires en el conjunto de sus producciones culturales. Se puede ver su práctica artística como el resultado de una subjetividad formada por la vida urbana, al tiempo que ésta se transforma en una parte esencial para elaborar un pensamiento sobre la ciudad: libro y laberinto son el mismo objeto. E incluso, se trata de proponer una aproximación al trabajo que examina la presencia de la ciudad en su producción, al mismo tiempo que tiene una visión de ésta como algo creado por esa misma producción.

La obra de Pablo Siquier no produce ni reproduce mapas y panoramas, ni tampoco propone evocaciones metafóricas sobre la ciudad. Es antes que nada una narrativa sobre la ciudad. Al igual que Borges, cuya vida e identidad están estrechamente ligadas a Buenos Aires, Siquier articula estrategias para dar visibilidad a una experiencia específica y personal a través de un discurso visual que envuelve desde formas reconocibles en la arquitectura local hasta puras abstracciones, y que se puede relacionar con el paisaje, la topografía, o las formas de representación de la ciudad. Sus trabajos no buscan la experiencia de la mímesis, buscan la experiencia de la escritura, no para representar lo real, sino para proponer un uso del lenguaje como medio de comunicación y diálogo en el espacio urbano. Utiliza la pintura, su práctica artística, como una función en el juego de instaurar diferencias que generan los procesos de significación y suplemento, sin pretender un significado conclusivo, sino como parte del ejercicio del sujeto con relación a los signos puestos en movimiento, a la deriva, en el espacio de la ciudad.

Así, la obra de Siquier parece ser apropiada para comentar una construcción fundamentalmente diferente de la relación entre la ciudad y su producción cultural. En este caso se aproxima a las ideas de Homi Bhabha, cuando éste propone la noción de “writing the nation” (escribiendo la nación), lo que en el caso de Siquier sería algo así como “writing the city” (escribiendo la ciudad): “El pueblo no se reduce a los conjuntos históricos ni a las partes de un cuerpo político patriótico. Este pueblo conforma además una estrategia retórica compleja de referencias sociales donde reclama una representación, y esto provoca una crisis dentro del proceso del significado y del discurso. Surge así un territorio de lucha cultural donde el pueblo se caracteriza por la doble temporalidad: El pueblo es el “objeto” histórico de una pedagogía nacionalista, ya que el discurso está dotado de una autoridad que se basa en un acontecimiento u origen histórico preestablecido o predeterminado. Los individuos son a su vez los “sujetos” de un proceso de significación que debe borrar cualquier presencia anterior u originaria del pueblo-nación, y demostrar así un principio prodigioso, vivo, donde el pueblo es parte de un proceso continuo, y la vida de la nación adquiere significado y redención como un proceso de repetición y reproducción. Los retales, los parches, los harapos de la vida cotidiana deben transformarse continuamente en signos de la cultura nacional, mientras que el acto narrativo en sí cuestiona un círculo creciente de temas nacionales. En la producción de la nación se abre una brecha entre lo pedagógico, basado en ideas continuas y acumulativas, y lo efectivo, que emplea estrategias y recursos repetitivos. A través de este proceso de bifurcación la ambivalencia conceptual de la sociedad moderna se convierte en el emplazamiento de escribiendo la nación.”

De este modo, el trabajo de Siquier se puede analizar como un retrato que busca la armonía en la identidad individual de un sujeto que habita, experimenta, resiste y crea un espacio humano llamado Buenos Aires. La producción artística o cultural no es sólo el reflejo de una escritura de la nación o ciudad, sino la construcción de un sentido, cuya elocuencia y eficacia existe como construcción cultural forjada a partir de la vida ciudadana. Lo importante es percibir como Siquier sigue elaborando las posibilidades de experiencia de la ciudad, no como la celebración o la memoria de su espacio físico y de sus edificaciones, sino como parte de las diversas prácticas políticas y culturales que se desenvuelven y se inscriben en un perímetro determinado, forjando así un repertorio de imágenes que contribuye a recrear, en cada nueva mirada, la propia ciudad.
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