El Guayaibí y el Ayuí conforman importantes ecosistemas. Mientras uno es escenario de una ejemplar actividad sustentable, el otro corre peligro. La construcción de un dique podría afectar irreversiblemente 30 mil hectáreas con vocación ganadera y de conservación de la biodiversidad.
En sus nacientes, en sus puntas, guiado por cuchillas, el arroyo Guayaibí no corre. La lluvia se acumula en largos espejos de agua con fondo de piedras y extensos camalotales. De repente, en ocasiones, una lluvia torrencial los une y el arroyo, desbordado, se convierte en una enorme y potente cinta plateada. En las últimas cuatro décadas he visto el lento y paciente avance del monte en sus orillas. Me maravilla hasta hoy acercarme al carpinchal, ver cómo al atardecer estos animales suben la loma alejándose del agua, su refugio natural. Llevo hundido en el cuerpo el grito que el carpincho pega justo antes de zambullirse, alertado por el peligro de la presencia humana.
No hablo de una reserva ni de un ambiente alejado de la presencia humana. El arroyo forma parte de un paisaje humanizado, parcelado en potreros, donde se desarrolla la producción ganadera. Es frecuente que en cada potrero hallemos un tajamar, como si fuese un plato de agua retenido por un pequeño dique artificial. Algunos están arriba, en la loma, y sin embargo su riqueza ictícola es notable: entre los camalotes, donde se posan las aves, abundan los bagres y las tarariras. A su alrededor las vizcachas construyen sus túneles; no son terrenos inundables.
Los tajamares, cuyos excedentes de agua se vuelcan en las nacientes, constituyen un ejemplo de manejo racional del agua, un recurso imprescindible puesto al servicio de la producción ganadera, explotación económica sostenible en el tiempo que respeta las características del suelo. Esta actividad tradicional se desarrolla en la zona desde hace más de doscientos años, y le imprime a Corrientes un sesgo particular notable en las costumbres y la idiosincrasia de su pueblo.
Agricultura Industrial.
No hace mucho recibí una invitación para visitar, al otro lado de la ruta, una estancia de 11 mil hectáreas, con un casco de la época en que una compañía inglesa lo explotaba. No era para mí un lugar desconocido, había estado allí en mi adolescencia. Hoy pertenece a una familia argentina que vive en Buenos Aires. Llego poco antes del mediodía. En el parque, debajo de unos añosos y siempre impresionantes eucaliptos, está la mesa para el almuerzo: manteles blancos, buen vino y un exquisito asado. Sobremesa.
A la hora nos ponemos en marcha, llegó el momento de ver qué se produce y cómo, en este antiguo establecimiento ganadero. Nos "montamos" en una camioneta y partimos. A los pocos metros de superado el alambrado que rodea la casa y los antiguos galpones la vista cambia, el paisaje se vuelve amarillo y la tierra, nivelada por máquinas, está herida por incontables surcos.
Pese a que la lluvia caída aún no superó la gran sequía, la tierra está preparada para la próxima siembra: se utilizaron los herbicidas necesarios y vendrá después el inundado mediante el bombeo de agua desde la represa. Luego, por un tiempo, todo será verde. Bordeamos el lago pasando por sobre el dique, el agua está bastante más abajo.
Aquí y allá se pueden ver enormes caños y bombas de agua, algunas montadas en plataformas flotantes; a su lado unos pocos hombres reparándolas o haciéndoles el mantenimiento. En la orilla la tierra está manchada con aceite o gasoil. Tengo la impresión de estar en un campo devastado, en un ambiente fabril, en la zona oscura de la agricultura industrial, en este caso productora de arroz. A unos cientos de metros, del otro lado de una loma, distingo un grupo de eucaliptos secos de pie -semejan altos esqueletos grises-, que quedaron atrapados por el agua del lago.
A la distancia me parece ver (quiero ver) las copas verdes de las arboledas cercanas a las puntas del Guayaibí.
Agua dulce y amarga.
El Ayuí es uno de los principales arroyos del departamento de Mercedes. Nace en una depresión plana, con pastizales y pajonales, repleta de agua de lluvia: el estero Pairirí.
Recorre 60 kilómetros hasta desembocar en el Miriñay, el segundo río más importante de la provincia, que a su vez vuelca sus aguas en el Uruguay. Es uno de los ecosistemas mejor conservados de Corrientes. En él aún puede observarse una riquísima variedad de especies vegetales y animales, algunas en peligro de extinción como la corzuela -ciervo típico de la Mesopotamia-, el aguará guazú o el lobito de río, declarado monumento provincial.
El Ayuí, su selva y los pajonales bajos que lo rodean, cumplen con una tarea que no tiene un valor económico directo: en términos utilizados por los biólogos se denomina "servicio ambiental" que es, entre otras cosas, regular las crecientes, ser el hábitat de una enorme variedad de aves que actúan como vehículos de las semillas que permiten la reproducción vegetal y, también, recibir a lo largo de su trayecto los contaminantes (herbicidas y pesticidas) de los emprendimientos agrícolas ya existentes, que son asimilados y depurados.
Hoy el Ayuí está en peligro. Un grupo de cinco empresas proyecta construir un dique cerca de su desembocadura que inundará 11 mil hectáreas, con el fin de irrigar periódicamente otras 20 mil más donde se plantará arroz. Un total de más de 30 mil hectáreas con vocación ganadera y de conservación de la biodiversidad serán transformadas irreversiblemente. La siembra continua y tecnificada de grandes superficies es hoy la principal causa de la desaparición de los ambientes naturales y su diversidad de especies.
La utilización de áreas marginales, donde el suelo carece de las características necesarias para otorgar a tales megaemprendimientos una sostenibilidad en el tiempo, sólo se explica por razones muy frágiles que el país no controla, tales como la favorable situación de los precios internacionales. O, para ser más precisos, la relación de precios lograda por la devaluación, porque los precios internacionales del arroz no han mejorado.
La dependencia respecto de este factor es altísima: cerca del 80 por ciento del arroz producido en Corrientes se destina a la exportación, casi en su totalidad a Brasil, y determina una extrema debilidad para este emprendimiento. Basta con recordar la crisis que devino en la producción arrocera, debido a un cambio de la política económica del país vecino en el año 1999. Cuando algo así ocurra, o cuando el suelo se halle degradado al extremo, de no ser rentable, ¿quién se hará cargo del daño producido? No se trata de no plantar arroz, sino de hacerlo de forma sustentable, mediante pequeños emprendimientos distribuidos en distintas cuencas de agua. Un proyecto como el que se pretende desarrollar, literalmente mataría al arroyo Ayuí en su totalidad.
Toda su belleza y fundamentalmente todo su "servicio ambiental" se perderían. De ser un cauce purificador de los desechos de las arroceras ya existentes, pasaría a ser un gran embalse acumulador de éstos. Hay una manera de hacer las cosas, una buena manera que lleva a otra aún mejor. Y el productivismo a ultranza es la contraria. Como reza el dicho popular, "es pan para hoy y hambre para mañana". Como dije al principio, no corre el Guayaibí en sus nacientes, pero sí corre por mi cuerpo una molesta inquietud si imagino desaparecido al paisaje que él domina. ¿Cómo puede suceder esto? El peligro que acecha al Ayuí es la respuesta. Mi mente repleta de recuerdos, de vivencias y también de conciencia del futuro inmediato, se niega a concebir tal cosa. El arroyo lleno de peces, de yacarés, de aves, de vida, estará allí siempre, cada vez que decida o pueda regresar.
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