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El romántico de la violencia.

Convertido en gaucho matrero desde su temprana juventud, Olegario Alvarez cosechó amores y odios. La escritora Silvia Miguens narra la vida de este hombre que transitó un camino de rebeldía, signado por la violencia, y se hizo leyenda al amparo de la mitología correntina.

Cuando Nicolás Toledo y Paulina Álvarez engendraron a su hijo, el aire andaba enrarecido por el polvo que alzaban las tropas de Argentina, de Brasil y de Uruguay, que cabalgaban por los alrededores de Saladas, a 100 kilómetros de Mburucuyá, para embestir a las de Paraguay, durante la Guerra de la Triple Alianza. Nueve meses más tarde, corriendo ya el año 1871, el primer encantamiento de Olegario fueron los ojos de su madre. Tal vez por aquella primaria visión del mundo siempre se dio a conocer con el apellido materno, o puede que Nicolás Toledo no fuera más que uno de esos hombres de a caballo que van de paso. Para cuando Olegario nació, el aire no estaba enrarecido por las tropelías de las milicias. Inspiró profundo una oleada de heroísmo de esa tierra de héroes, y no sólo de los héroes que deambulaban por la zona, pues también en Saladas había nacido el sargento Cabral, que en el combate de San Lorenzo salvó de la muerte al general San Martín, otro correntino de ley.

Muchos niños, igual que Olegario, fueron forjados por las narraciones de sus mayores, susurradas en torno al fogón de las mateadas nocturnas. Acunado por mitos y leyendas, a la vera de los espíritus errantes y de los entreveros con las tropas de Rosas, nació y creció Olegario Álvarez, quien muy pronto, en su juventud, se convirtió en el Gaucho Lega, o Leguita. Imposible permanecer ajeno a ese caudillismo que convertía al entorno en un corral de riñas. Inquinas y resquemores eran parte del paisaje. La traición, la crueldad, los muertos devenidos en semidioses, mártires o delincuentes, según la corriente o la necesidad política. Muy de cerca le tocó ver un alzamiento en que la represión y el castigo fueron utilizados como escarmiento, la Matanza de Saladas, en octubre de 1891, que culminó poco después cuando, con el fin de conciliar la paz, se decretó una amnistía. Por esos días Lega tenía 18 años, y supo de inmediato de qué manera el grupo político vencido pasaba de la amnistía al degüello. Y del degüello al mito. Al año de la matanza era sargento de policía, y pertenecía al Partido Colorado.

Olegario fue parte de esa clase social marginada y pueblerina, de activos militantes políticos que se ganaban continuas persecuciones que terminaban llevándolos al pillaje, para sobrevivir. Tal vez porque se rebeló contra el vasallaje de los señores feudales de la zona, esa actitud desafiante y libertaria hizo que fuera considerado de un valor sin límite. Y, como sucedió con el Gauchito Gil y con Altamirano, todos piragües, es decir colorados, los estandartes, claveles, cintas y elementos de culto con que le rinden homenaje y se adornan los santuarios, son rojos. Por su filiación autonomista. Claro que también existen "santos celestes", del Partido Liberal, como Francisco José López en la zona de Esquina. Pero en el caso de Lega, era colorado y fue en uno de esos confusos episodios de comité cuando mató a un hombre. Poco después, en un duelo criollo, dio muerte a otro gaucho, a quien llamaban Poncho Café.

Fue apresado en Curuzú Laurel, entre San Miguel y Loreto, enviado a los Tribunales de Corrientes y sentenciado a cadena perpetua. En la cárcel se relacionó con Aparicio Altamirano y con Adolfo Silva. Los tres se volvieron inseparables hasta que, un martes de carnaval de 1904, huyeron aprovechando una fuga masiva de presos. Al poco tiempo se les atribuía, entre otros delitos, el de asaltar una estancia, asesinar al propietario, su esposa e hijos, y colgar sus cabezas del alambrado. Y así continuaron sus días, en estado de rebeldía. Fueron épocas de corridas y dicen que de transmutaciones, a la sombra y al reparo de los quebrachales y de los pastos que bordean los esteros. Muy de a poco sus andanzas se volvieron parte de la mitología guaraní. Puede que no hayan sido pocas las veces en que se lo vio, convertido en un yaguareté que va olisqueando los alrededores en busca de la presa y con sed de venganza, mientras atraviesa el bosque húmedo y las palmeras de Yatay, en las cercanías de Saladas, Concepción, San Roque y Mburucyá, propiciando igual que siempre lo que está a su alcance para ayudar a la gente.

En cuanto al amor, Lega tampoco se quedó corto con la leyenda y el romanticismo. Un atardecer, amparado por las sombras y el canto de los primeros pájaros nocturnos, dejó su caballo detrás de la casa de un tal Lafuente, oficial primero de policía, y como un yaguareté que ha tomado las mañas de su perseguidor, un cazador de aguada, esperó que el oficial vaciara la botella de ginebra y, sólo cuando notó que la autoridad se había dormido, Olegario sigilosamente fue al rescate de su novia, Ángela Alegre. La muchacha permanecía recluida desde que Lega escapó de la cárcel. La sola sonrisa y el beso de Ángela justificaron la imprudencia de acercarse de nuevo a Saladas, donde era buscado y fácilmente reconocible. Dicen que Ángela se quedó junto a él hasta el mismito momento, el 2 mayo de 1906, en que una partida policial terminó con la vida de Olegario Álvarez, y también con la de Adolfo Silva, en el paraje denominado Juru'i, en Rincón de Luna. Aparicio Altamirano pudo escapar y fue muerto en 1932.

Muy de a poco sus andanzas se volvieron parte de la mitología guaraní.

Leguita, con apenas 35 años fue acribillado a balazos por la Policía, que dio cuenta de su muerte con gran alarde. Como contrapartida, de inmediato Lega renació como mártir legendario y gaucho milagroso. La imaginación pueblerina fue dando fe de sus milagros. Los motivos para su devoción empiezan justamente ese día, porque cuando la Policía bajó el cadáver, atado al caballo, el cuerpo emitió unos quejidos, tal vez por el aire aún en los pulmones y expulsado, o tal vez porque así estaba escrito. Se dijo que aún estaba vivo. En el patio de la comisaría, sólo después del largo traslado de su cuerpo a lomo de caballo, le quitaron el Kurundu, un amuleto con forma de campana confeccionado por el abá payé (hechicero).

Según cuenta la leyenda guaraní, gracias al payé y pese a haber sufrido heridas de gravedad en muchas ocasiones, Lega no moriría hasta que se lo quitaran. Él mismo, dicen, pidió a sus captores que se lo sacaran para poder morir en paz. Lo que no les dijo era en qué momento lanzaría su último aliento.

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