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Un paseo por la Patagonia: desde la Reserva Natural de Península Valdés hasta El Bolsón.

Gran desbarajuste. Éramos más de trescientas personas. Hubo que esperar largo rato a los autobuses, hubo apretujones para abordarlos, hubo cola en la recepción de los hoteles para inscribirse. Pasaba de las cuatro cuando nos metimos en cama. A las seis, nos despertaban para llegar al aeropuerto y despegar a las ocho.

Desayuno improvisado, sólo atendían el hotel dos personas a esa hora. Otra vez el control de policía, otra vez cientos de pasajeros ante la puerta de un embarque que nunca comenzaba. Empezaron a establecerse relaciones entre distintos pasajeros. Había un grupo de payasos italianos de alguna ONG que trataron de entretenernos.

A las diez y media comienza el embarque. Cuando apenas han pasado cien personas, suspenden el embarque. Vuelven a traer a los que primero habían embarcado. Apenas llegan, vuelve a reanudarse el embarque. Cuando sale la primera jardinera vuelven a parar el embarque. Para traer a esos pasajeros de nuevo a la puerta necesitaron la ayuda de la guardia civil. Para calmar los exaltados ánimos nos dieron barra libre en el bar. Vino el jefe de pasaje. Pidió disculpas, intentó dar razones de tanto despropósito, prometió rápida solución.

A las tres y media de la tarde por fin embarcábamos de forma definitiva, después de haber compensado con 200 euros a cada pasajero. El ambiente entre el pasaje recordaba "Autopista del Sur de Cortázar"; estábamos atrapados en la zona de embarques internacional en lugar de en una autopista, pero incluso comenzaron amores mágicos.

El remate fue el trato desabrido de la tripulación durante las doce horas de vuelo. Es raro encontrar algún tripulante en las flotas grandes de Iberia que merezca el calificativo de amable. Pero esta vez superaron casi todas las cotas. Se acabaron los impresos de las quejas. Una mujer pidió la solidaridad del resto del pasaje porque su marido enfermo estaba tirado en el suelo y además le decían que estorbaba. Por supuesto me apunté a la bronca. Respirábamos indignación. A la vuelta nos tocó la misma tripulación y se acordaban los muy perros.


Trasbordo en Buenos Aires.

Llegamos a nuestro hotel Esperia en el Once pasadas las once de la noche. Una cena rápida en un local cercano que decidió atendernos, aunque había cerrado.

La cerveza de litro en los restaurantes. Otra amabilidad argentina que había olvidado. Sueño de gente agotada. A la mañana, mientras disfruto las medialunas del desayuno, llamo a Enrique. En breve se presenta. Nos achuchamos, nos contamos las nuevas y salimos a gestionar los billetes que nos lleven a la Patagonia.

Península Valdés.


Volamos a Trelew en Península Valdés. Cuando el avión desciende se ve una llanura infinita de matojos pequeños con algunas inacabables rectas que son carreteras de ripio. Recuerdo "Los hijos del capitán Grant" de Julio Verne.

Alquilamos un coche en el aeropuerto. Nos enteramos que aquí es frecuente volcar y por lo tanto hay que dejar una franquicia de 4000 pesos, más de 1000 euros. El coche, afortunadamente está tocado por todos sitios. Pienso que así habrá menos problemas a la hora de devolverlo.

Anochece, sopla el viento. Conduce Victoria porque yo estoy tuerto. Exageramos la precaución. Nos pasan camiones renqueantes. Una señal indica obligatorio el uso de las luces de cruce y aunque estamos solos en la carretera vamos despacio por no llevar las largas. Un rato después recuerdo que la señal se refiere a que de día también hay que llevar los faros encendidos, ponemos las largas y nos comenzamos a relajar. Vamos a Puerto Madryn, que le dicen Puerto Madrín.

Es una ciudad absolutamente turística, con muchos hoteles y toda la zona comercial a la orilla del golfo Nuevo. Después de varios fracasos que nos hacen pensar que aquello está lleno, conseguimos posada en el Hotel Petit. Salimos a cenar y a comunicar con la niña, que llegó bien a su destino, ya está en casa de Pepe. Nos hartamos de marisco en la Cantina del Náutico. Buscamos un bar para una copa. Entramos en uno que tiene varias mesas de billar, se llama "El Agite" Los pocos clientes que hay son adolescentes jugando al billar. El camarero estética heavy metal y la música también. Pero no sabe servir copas. Ha de ir a buscar whisky. Eso sí, cuando llega con la botella me sirve un vaso de cuarto de litro.

Desayunamos en el hotel. El comedor es una pequeña sala con vitrinas que exponen los objetos más variopintos: envases de antiguos medicamentos, fotografías, postales, navajas, llaves, piedras, conchas. Tienen aspecto de ser recuerdos del propietario. Pienso en Lalo, que arrastra hasta los cromos de su juventud, y confirmo el fetichismo como una característica de muchos argentinos. Un corto paseo por la orilla del mar, que me sirve para constatar un divertido cambio de costumbres. La baranda del paseo marítimo está llena de inscripciones del estilo "Pepe estuvo aquí en octubre del 2000", pero ahora las firmas son direcciones de e-mail. Paramos en una estación de servicio, llenamos el depósito y compramos un set de mate, es decir, un termo, una matera, la bombilla y el mate. Por supuesto, llenamos el termo con agua caliente y nos dirigimos a Puerto Pirámides. La carretera conserva el asfalto durante algunos kms. luego se convierte en pista de ripio y nosotros en los conductores más lentos del país.

Reserva Natural de Península Valdés.


En primer lugar vamos a ver la Isla de los Pájaros que está al norte del principio del istmo de la península. Estamos solos, en armonía con el paisaje desolado y ventoso. Hay algunas construcciones: miradores, ermita, los restos de una vieja avioneta, que voló Saint Exupéry, un catalejo de esos de meter monedas y la Isla de los Pájaros que puede verse pero no pisarse, una alambrada lo impide. Además ahora está la marea alta y no se puede llagar a pie.

Efectivamente está llena de pájaros, pero más que nada llama la atención su forma. Es como la silueta de la boa que se tragó al elefante en "El Principito". Mientras cotilleamos uno de los edificios, donde hay varios posters informativos de fauna y flora de la región y lucho con mi conciencia sobre llevarme unos tarros que hay con una víbora y una viuda negra -venció el civismo y no me los llevé- aparece un muchacho y nos cuenta algunas cosas. Está de prácticas de biología y vive en una de aquellas casetas durante unos meses mientras toma apuntes para su trabajo. La estrella del relato es el escritor de "El principito" quien además de trabajar como correo aéreo por estas tierras, escribió esa obra mirando a la Isla de los Pájaros evidentemente. Después de las fotos de rigor continuamos hacia Puerto Pirámides , aunque aún nos paramos en un museo con bichos disecados, fósiles, etc y un mensaje curioso. La puerta de un armario anuncia en su interior la especie más depredadora, cuando se abre un espejo nos devuelve nuestra imagen. Ingenioso ¿no?.

Puerto Pirámides es un pueblo minúsculo, que vive del turismo. La oferta estrella es el avistamiento de ballenas. Alquilamos una cabaña llena de camas y elegimos nuestra excursión de ballenas sin demasiado acierto porque después de hacerla pensamos que en zodiac habría sido más emocionante.

Las ballenas.


Antes de embarcarnos nos proporcionan unos ponchos de lona y unos chalecos salvavidas. Una procesión de guiris con aspecto de boyas cutres por la playa. Nos subimos a un barco que arrastrará hasta el mar un tractor mientras nos dan instrucciones obvias como "no se muevan todos bruscamente a la vez que podemos volcar, no griten que molestan a las ballenas, etc" y partimos costeando hacia el este. En la orilla se ven algunas focas y cormoranes, pero todos nos desojamos mirando el mar para decir los primeros: "por allí resopla". Bueno, yo lo pienso.

En realidad, las ballenas están localizadas y censadas. Se han acostumbrado a la reserva y no dudan en acercarse a la embarcación para cotillear. Vienen a mirarnos, sobre todo las crías, las madres se acercan como esperando un comentario sobre su prole y vigilando por si acaso. Nos acercamos a la orilla y nos siguen, casi podemos acariciarlas pero la borda es demasiado alta. Victoria disfruta como si hubiera dado con una tribu de civilización perfecta. Filmo de forma compulsiva y pienso en la oferta de sumergirte con estos bichos, pero aún hace demasiado frío. Después de horas, que se hacen cortas, volvemos a la playa. En el camino vemos, de lejos, una ballena que brinca ofreciendo la vista de su cola, que nos faltaba. El atraque es curioso, el barco siguiendo las indicaciones de unos bidones y unos palos hincados en el fondo se coloca sobre el remolque y un tractor tira hasta dejarnos en la orilla.

Por la tarde, fatigosa excursión a Punta Delgada por una horrenda pista de ripio. Hora y media para 75 km. Vemos elefantes marinos desde muy lejos y vuelta por el mismo camino. Ahora con el sol poniente de frente para hacerlo más difícil. Por el camino vemos ovejas, caballos, algunos guanacos, gallináceas y un armadillo, cuando nos adelantan o se espantan de nuestro paso renqueante.

Cala Valdés.

A la mañana siguiente partimos hacia Cala Valdés. Voy adquiriendo soltura con el ripio. Paramos en una pingüinera. Es un acantilado de tierra sobre una playa, enfrente aflora un banco de arena paralelo a la costa. Todo parece llegar hasta el infinito. El viento es tan fuerte que resulta divertido ver como los pájaros vuelan hacia atrás por más esfuerzos que hagan para avanzar. Los pingüinos, que siempre parecen camareros elegantes, están anidando. Casi todos en parejas, incuban los huevos o fornican en los agujeros que han construido en el talud del acantilado. Los pocos que están solos gritan desconsolados. Comienzo a imitarles y conseguimos algún tipo de equívoca comunicación.

En Cala Valdés coincidimos con algún autocar. Son excursiones escolares. Procuramos evitarlas. Los guardas de la reserva, en plan cómplice nos permiten acercarnos a los elefantes marinos más allá del cercado. Así que llegamos hasta la playa procurando no hacer ruido para no estresar a las bestias. Me recuerdan a Fraga, gordas, torpes, gruñonas, autoritarias, inmovilistas. Pienso en uno de los folletos que leí. Contaba como las orcas atacaban a estos bichos. Deseo fervientemente que aparezca alguna orca, pero no tengo suerte . Pasamos un rato filmando como se tiran piedras por encima de vez en cuando y viendo como el grandón atiza a la más próxima algunas veces. Si fuera un bicho de estos me pasaría todo el tiempo en el agua. En tierra son un desastre.

Comemos cabrito asado mirando al mar. Discutimos si unos chorros y aletas que se adivinan próximos al horizonte son orcas o ballenas. Pronto uno de los guardas nos explica que son ballenas y nos presta sus prismáticos.

Seguimos hacia Punta Norte por un camino que sigue la costa. Paramos en una orilla cercana a la carretera. El suelo es de cantos rodados negruzcos, las olas se deslizan sin estridencia haciendo sonar las piedras de forma relajante.

En Punta Norte más de lo mismo, o sea elefantes y lobos marinos desde lejos. Damos un corto paseo, les miramos. También vuelan pelícanos sobre la orilla. Cuando volvemos al coche, nos encontramos un par de armadillos que se acercan y se dejan tocar. Les damos galletas y se hacen muy amigos. Son divertidos, parecen caballeros medievales miopes. Corretean de forma compulsiva y entre las escamas de la coraza les salen muchos y recios pelos. Aquí les dicen peludos.

De vuelta a Puerto Pirámides nos desviamos para llegar a una estancia que anuncia la mayor pingüinera del mundo. Llegamos a la estancia. Han habilitado un galpón con unas mesas y las paredes presentan bichos disecados, fotografías, carteles informativos de flora y fauna. En uno de ellos me entero que la coloración de los pingüinos, oscuros por arriba y blancos por debajo, responde a una estrategia; cuando nadan, les confunde con la luz de la superficie o el fondo y así es más difícil que se los coman. Por si acaso, nadan a una velocidad increíble, sobre todo en vertical, tanto, que a veces salen disparados como misiles varios metros sobre la superficie.

Curiosamente, aunque sean patosos en tierra, se mueven con la dignidad de un cronopio. Son tiernos y seductores. Una pareja de pingüinos me obsequió todo un paso de ballet. Luego se fueron caminando de la aleta (de la mano) por la orilla. Rememorando ese rato con los pingüinos he desatendido la conversación. Piden 50 dólares por persona para ir a la pingüinera. Pasamos de pingüinos. La cabaña no llega a los 50 pesos. Vemos maras, que son una especie de liebre del tamaño de un borriquillo.

Los argentinos nos miman. No sólo podemos devolver el coche en Puerto Madryn, sin necesidad de volver a Trelew, sino que nos aplican otra tarifa más ventajosa y nos ahorramos unos pesos. Conseguimos el billete de avión a Bariloche a muy buen precio en unas líneas aéreas del ejército. Descubrimos un gran invento turístico. Los ayuntamientos tienen unas oficinas donde se centraliza toda la oferta. Trato tope amable y gratuito. Les dices presupuesto y te dicen donde hay plazas. Contentos nos vamos a un hotel de cierto lujo: el Muelle Viejo. El hostelero había sido "gallego", el verano anterior viajó a Mallorca. Su único recuerdo es un calor inaguantable. Tiene hijos en Barcelona.
A la mañana nos demuestra su amistad poniendo a todo volumen "Valencia", cuando entramos a desayunar.

El vuelo en un fokker moderno con una corta escala en Esquel. Sobrevolar la cordillera siempre es un espectáculo.

Esta vez el coche que alquilamos está para estrenar, un WW Gol. No me comí ninguna letra, es el Polo de Europa, quizá le llamen Gol por la afición al fútbol. Esto parece Suiza pero a lo bestia. Grandes montañas nevadas, lagos, carretera amplia y asfaltada.

Paramos a llenar de gasolina el coche y de agua caliente el termo para el mate. Hace sol y fresco. Y tomamos rumbo sur hacia El Bolsón. De vez en cuando paramos y nos acercamos a la orilla del lago Gutiérrez y el Mascardi. Luego las montañas ya no tienen nieve, son más bajas. Campos muy grandes con vacas y la recta infinita de la carretera para nosotros solos. Velocidad de paseo mirando el paisaje mientras mateamos.
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