Oberá es una ciudad rodeada de paisajes naturales que albergan una diversidad cultural que sorprende.
Conocida también como La Que Brilla, en lengua guaraní, Oberá es una ciudad rodeada de paisajes naturales que albergan una diversidad cultural que sorprende.
Todos los años se lleva a cabo la Fiesta de las Colectividades, como un retrato de esta noble región argentina.
Instalada en el living de su casa saludará inclinando la cabeza y juntando sus manos como en señal de rezo. Un rato más tarde, cuando ya se haya habituado a contar su historia, porque la señora Yoshie Kakehashi de Mori es una mujer de escasas palabras, dirá que su marido, Senjí, pensó: "Japón es un país pequeño, con gente de corazón estrecho.
Seguramente allá afuera hay otro país más amplio y yo quiero salir, buscar gente de corazón grande". Alguien les había hablado de Argentina, de las bondades de su tierra y la generosidad de su gente y, sin pensarlo demasiado, emprendieron el rumbo. La partida fue emocionante y los parientes, amigos y alumnos -porque tanto su marido como ella eran profesores: él de chino y ella de escuela primaria- los fueron a despedir, deseándoles buena suerte en el viaje que los llevaría hacia tierras lejanas. Atrás quedaba la ciudad de Tokushima en el país de Oriente. La señora Yoshie es una más de los miles de inmigrantes que desde finales del siglo XIX y hasta mediados del XX llegaron incesantemente a poblar las tierras misioneras.
Oberá, conocida como La Que Brilla, en lengua guaraní, es una apacible ciudad del interior del país, con calles y avenidas de pendientes pronunciadas y verde exuberante. Fundada en 1928, está ubicada a 97 kilómetros de Posadas, a la vera de la ruta nacional 14. Es la segunda urbe en importancia de Misiones y allí conviven descendientes de inmigrantes, la mayoría de ellos agricultores, que llegaron a partir de 1897, principalmente de la Europa central: alemanes, suizos, ucranianos, rusos, polacos y daneses, así como también japoneses, entre muchos otros. De ese modo tuvo origen esta ciudad multicultural, que se ganó el privilegio de realizar la Fiesta Nacional de las Colectividades.
Entenderse por señas.
La señora Yoshie vive en una casa sencilla en una zona céntrica. Es menuda, de cabellos grises y tiene una risa contagiosa y despejada. Aparenta diez años menos de sus 78 y se dedica a enseñar caligrafía, idioma y costumbres japonesas. Nacida en Japón, llegó a Oberá con su marido y tres de sus hijos, huyendo de la posguerra. Según cuenta, el gobierno del emperador Hirohito le pidió a su gente que emigrara, ya que la pobreza y la falta de comida eran moneda corriente. En un principio la Argentina les negó la posibilidad de ingresar: "Nos rechazaron por no estar casados y nos fuimos a Paraguay, donde mi hija enfermó gravemente", recuerda. Ya radicados en el vecino país, las condiciones de vida no eran las mejores: "Paraguay ahora es lindo, tiene lindas casas, linda gente, lindos caminos -dice a modo de disculpa esta mujer agradecida-, pero entonces, cuando llovía, durante varios días no se podía caminar por el barro".
Ayudado por un argentino, que oficiaría como futuro patrón, Senjí ingresó al país clandestinamente a través del río Paraná. Se fueron rumbo a Misiones, lugar que lo deslumbró por su belleza natural y la generosidad de la tierra colorada. Trabajó bajo relación de dependencia, lo que le permitió, tiempo más tarde, ir en busca de su familia. Ya reunidos otra vez y radicados definitivamente, su marido se dedicaría a los cultivos -tema que conocía muy bien ya que en Japón poseía una gran plantación de arroz- y, con semillas que traía de su país de origen cultivó, entre otras hortalizas, el tomate japonés, que es agradable al paladar y que tuvo buena aceptación por parte de los lugareños.
Pero la felicidad duró poco. Senjí enfermó del corazón y la señora Yoshie, que no conocía el castellano, armada de un carrito tuvo que salir a ofertar los productos de su huerta. Según afirma, los habitantes del lugar le daban aliento y la ayudaban a expresarse por medio de señas. "Señora japonesa -le decían-, quiero su verdura", y allá partían cargados de productos vegetales. "Se vendía mucho", asegura esta mujer gentil.
Pero no alcanzaba para atender las necesidades de la casa. Sus hijos, que de mañana asistían al colegio, por las tardes tuvieron que trabajar. Hoy la señora Yoshie, rodeada por el afecto familiar y agradecida al país y a la gente de Oberá que tanto le tendió la mano, vive orgullosa de sus cinco hijos, que llevan bajo el brazo, a modo de desafío personal, sus títulos universitarios. Atrás quedaron las amarguras del comienzo, la muerte del señor Senjí en 1982, la melancolía por su tierra y la idea del suicidio que alguna vez rondó por su cabeza y que fue necesario desterrar para afrontar el futuro: "Mi camino no fue fácil, había muchos problemas, muchos escalones que subir; pero a cada peldaño superaba las dificultades y al final valió la pena", dice ahora, satisfecha.
El hijo ausente.
Delia Yamonokushi está casada con Jorge Komatsu y, como su marido, es argentina pero desciende de inmigrantes japoneses. De la unión nacieron Claudia y Jorge (casado con Griselda Gsell, de origen suizo, y padre de dos de sus nietos, Kenzo y Akio, a quienes le ha costado transmitirles las costumbres de sus mayores). A los 47 años, Delia es un ama de casa -como ella se define-, pero con múltiples actividades.
Generosa y emprendedora, esta mujer menuda no se detiene un instante, cultiva bonsái y está preparando un viaje a Turín, Italia, invitada al Encuentro Mundial de Comunidad Alimentaria, donde disertará sobre sus productos a base de caña de bambú, que se cosechan y producen en la antigua chacra de su suegro. Sus escabeches de bambú son muy reconocidos en la zona y resultan un buen sustituto del palmito. "Yo me siento orgullosa de llevar sangre japonesa", dirá con una sonrisa amplia. Sus padres, como la señora Yoshie y su familia, venían escapando de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Habían oído hablar de un hermoso país en donde se cosechaba el oro verde - la yerba mate -, y donde todo era más amable y menos traumático que en el Japón de aquellos años. Emprendieron el viaje dejando atrás un hijo, de nombre Tatsuro, al cuidado de los abuelos, porque éstos se empeñaron en que debía quedar alguien de su sangre en el país de Oriente.
Era 1955 y recién trece años más tarde su madre se reencontraría con el muchacho. Hoy, la mujer mantiene una fluida comunicación telefónica con su hijo quien, ante las reiteradas súplicas de su madre, empeñó la palabra de que volverá a visitarla antes de que ella sea viejita. Lo que Tomeko no pudo evitar en algunas de las primeras charlas del reencuentro fueron las preguntas de Tatsuro referidas a por qué lo dejaron al cuidado de los abuelos.
Delia, junto con otros miembros de la colectividad, se encarga de difundir las costumbres de sus ancestros. Enseña, entre otras cosas, los secretos del kimono, traje típico que visten las mujeres y hombres del Japón, y que conlleva toda una suerte de rituales: el de las damas mayores, en la parte de la nuca debe ir descubierto y ellas llevar el pelo recogido; las mangas se diferencian entre las damas casadas y las solteras -más cortas para unas y más largas para las otras- y el mismo se usa cruzado en su solapa hacia la derecha -porque cruzado hacia la izquierda es símbolo de muerte-. Esta cultura pone especial énfasis en remarcar valores como el respeto, la dignidad y el honor. La rectitud es una enseñanza arraigada en sus mayores e inculcada en sus descendientes. A pesar del paso del tiempo y la lejanía del lugar de origen, estas costumbres no se han perdido. Como afirma la señora Yoshie: "Yo les transmití a mis hijos que no hay que mentir ni robar para poder caminar en la oscuridad tranquilamente".
Las historias de las familias de inmigrantes sintetizan sucesos compartidos que hablan de desarraigo, de tristezas y alegrías. En su peregrinaje hacia América del Sur, el mapa de Europa fue mutando y, con ello, muchos viajeros perdieron hasta su nacionalidad de origen. Algunos de ellos arribaron, como los japoneses, merced a la buena difusión realizada por los primeros migrantes; otros, convencidos de que la Argentina era parte de Estados Unidos, país que tenía muchas más exigencias de ingreso, y hubo quienes fueron atraídos por el parecido geográfico -y no tanto climático-, con sus países nativos. Así es como los colonos le han ido imprimiendo una identidad particular a esta ciudad y al resto de la joven provincia del nordeste argentino.
Muchos de ellos, en los comienzos, les negaron a sus hijos la posibilidad de utilizar sus lenguas maternas, para que no fuesen objeto de burla o para que los más jóvenes les enseñaran el castellano, ese idioma que les resultaba esquivo. Como bien señala la antropóloga Ana Gorosito, de la Universidad Nacional de Misiones: "En esta provincia pugna por emerger una idea de identidad múltiple en detrimento de una identidad hegemónica". La investigadora no duda en afirmar que "la misionera es una identidad heterogénea y en diálogo creativo, absolutamente fructífero. De manera que hay intercambio, pasajes de una forma cultural a otra en un proceso, es decir, como algo que no está absolutamente acabado". Esto ha dado como resultado que muchos descendientes de inmigrantes de segunda generación, desde distintos lugares, ya sea culturales o artísticos, vayan en busca de sus raíces. "Yo noto -dice Gorosito- en los jóvenes descendientes de inmigrantes un revivalismo, es decir, una intención de recuperar las fuentes como, por ejemplo, saber de dónde proceden o encontrar rastros de la tradición perdida".
Es evidente que la diversidad no es impedimento para una convivencia armónica, como bien afirma el presidente de la Federación de Colectividades, Julio Pedro Barchuck, de origen ucraniano: "Nosotros apoyamos todo lo que sea expresión tradicional del país, porque primordialmente somos argentinos, y lo único que pretendemos es conservar esa cultura que trajeron nuestros abuelos como una manifestación de formación y conocimiento universal".
Fiesta del color del mundo
.
Año tras año, en un predio de 10 hectáreas denominado Parque de las Naciones, en Oberá, se dan cita las distintas colectividades que conviven en la provincia, dispuestas a realizar la Fiesta Nacional de las Colectividades, que les ha otorgado fama. Vestidos con sus coloridos trajes típicos, los pobladores se aprestan a recibir a los visitantes que se acercan con motivo de la festividad. En casas acondicionadas a la usanza tradicional de sus regiones de origen, desarrollan lo mejor del arte culinario y exhiben sus expresiones artísticas. Allí se puede degustar desde un típico vareñiki ruso -empanada de ricota-, hasta un cuisses de grenouilles de la cocina francesa.
Según Julio Pedro Barchuck, presidente de la Federación de Colectividades, la idea de la fiesta nació en 1980 de la mano de un grupo de visionarios. Al principio, la celebración tuvo una duración de cuatro días, hoy la festividad va por el número 26 y este año se prolongó desde el 4 hasta el 26 de septiembre. Los desfiles de carrozas y los inmigrantes vestidos con trajes de origen, las danzas tradicionales, la elección de la reina, la música y las expresiones artísticas más variadas convergen para el placer de los visitantes. La Argentina, como una colectividad más, tiene su propio pabellón y una paisana que porta la enseña nacional es quien suele presidir los actos oficiales.
Tardará en nacer.
"Sí: las historias existen y no hay más que pararse a escucharlas. Pero un oyente como Horacio Quiroga tardará en nacer, si es que nace". Con esta frase Rodolfo Walsh cierra su nota titulada El País de Quiroga, una de las cuatro que escribió sobre Misiones allá por el año 1966 para la revista porteña Panorama. Otra se llama La Argentina ya no Toma Mate y trata sobre la producción yerbatera. La tercera nos habla de una experiencia de inmigración japonesa en la provincia, y se titula Kimonos en la Tierra Roja. Y la cuarta, sobre Iguazú, se halla perdida.
Hace ya unos años, en el suplemento Radar de Página 12, el periodista Diego Bentivegna deslizó una apreciación sobre la escritura walshiana que nos interesa: "...más que una forma ahistórica que puede generar beneficios literarios sin riesgos, la escritura de Walsh, es un modo de ubicarse en la literatura (en y no fuera o sobre) o de entender la posición del escritor y su oficio...". ¡Nada de falta de ubicación histórica en Walsh! Sí, en cambio, un profundo compromiso con su presente, con el que le tocó vivir. La idea de estas líneas es sostener que al escribir sus trabajos sobre Misiones (como tantos otros), al ejercer un periodismo de gran nivel, Walsh se suma a la categoría de "historiadores originales" (Hegel), llamados así por ser partícipes de los hechos que describen. Constituyen el primer escalón (no por ello menos importante) del quehacer historiográfico.
Son los hacedores de historias de primera mano, emparentadas con el arte, con la literatura. Walsh no se resigna a la mediocridad de un simple cronista incomprensivo, no se contenta con levantar un inventario de los acontecimientos o con establecer una cronología. Walsh, como historiador original, responde a exigencias más elevadas. Se sabe parte de la abigarrada objetividad que se despliega ante sus ojos, como si los autores de los acontecimientos realizasen lo que él también habría querido decir o hacer.
Un mal historiador original ve los acontecimientos con desapego, los observa desde lejos. Precisamente lo que Walsh evita. La situación menos propicia es la del hombre que cree poder desprenderse de este mundo y que, en la medida de lo posible, lo abandona. Cuando los hombres cultivados ya no viven, y cuando los que viven ya no se cultivan, desaparecen los historiadores originales. Sin duda, parafraseándolo, otro escritor (periodista, historiador, cuentista) como Walsh tardará en nacer, si es que nace.
Todos los años se lleva a cabo la Fiesta de las Colectividades, como un retrato de esta noble región argentina.
Instalada en el living de su casa saludará inclinando la cabeza y juntando sus manos como en señal de rezo. Un rato más tarde, cuando ya se haya habituado a contar su historia, porque la señora Yoshie Kakehashi de Mori es una mujer de escasas palabras, dirá que su marido, Senjí, pensó: "Japón es un país pequeño, con gente de corazón estrecho.
Seguramente allá afuera hay otro país más amplio y yo quiero salir, buscar gente de corazón grande". Alguien les había hablado de Argentina, de las bondades de su tierra y la generosidad de su gente y, sin pensarlo demasiado, emprendieron el rumbo. La partida fue emocionante y los parientes, amigos y alumnos -porque tanto su marido como ella eran profesores: él de chino y ella de escuela primaria- los fueron a despedir, deseándoles buena suerte en el viaje que los llevaría hacia tierras lejanas. Atrás quedaba la ciudad de Tokushima en el país de Oriente. La señora Yoshie es una más de los miles de inmigrantes que desde finales del siglo XIX y hasta mediados del XX llegaron incesantemente a poblar las tierras misioneras.
Oberá, conocida como La Que Brilla, en lengua guaraní, es una apacible ciudad del interior del país, con calles y avenidas de pendientes pronunciadas y verde exuberante. Fundada en 1928, está ubicada a 97 kilómetros de Posadas, a la vera de la ruta nacional 14. Es la segunda urbe en importancia de Misiones y allí conviven descendientes de inmigrantes, la mayoría de ellos agricultores, que llegaron a partir de 1897, principalmente de la Europa central: alemanes, suizos, ucranianos, rusos, polacos y daneses, así como también japoneses, entre muchos otros. De ese modo tuvo origen esta ciudad multicultural, que se ganó el privilegio de realizar la Fiesta Nacional de las Colectividades.
Entenderse por señas.
La señora Yoshie vive en una casa sencilla en una zona céntrica. Es menuda, de cabellos grises y tiene una risa contagiosa y despejada. Aparenta diez años menos de sus 78 y se dedica a enseñar caligrafía, idioma y costumbres japonesas. Nacida en Japón, llegó a Oberá con su marido y tres de sus hijos, huyendo de la posguerra. Según cuenta, el gobierno del emperador Hirohito le pidió a su gente que emigrara, ya que la pobreza y la falta de comida eran moneda corriente. En un principio la Argentina les negó la posibilidad de ingresar: "Nos rechazaron por no estar casados y nos fuimos a Paraguay, donde mi hija enfermó gravemente", recuerda. Ya radicados en el vecino país, las condiciones de vida no eran las mejores: "Paraguay ahora es lindo, tiene lindas casas, linda gente, lindos caminos -dice a modo de disculpa esta mujer agradecida-, pero entonces, cuando llovía, durante varios días no se podía caminar por el barro".
Ayudado por un argentino, que oficiaría como futuro patrón, Senjí ingresó al país clandestinamente a través del río Paraná. Se fueron rumbo a Misiones, lugar que lo deslumbró por su belleza natural y la generosidad de la tierra colorada. Trabajó bajo relación de dependencia, lo que le permitió, tiempo más tarde, ir en busca de su familia. Ya reunidos otra vez y radicados definitivamente, su marido se dedicaría a los cultivos -tema que conocía muy bien ya que en Japón poseía una gran plantación de arroz- y, con semillas que traía de su país de origen cultivó, entre otras hortalizas, el tomate japonés, que es agradable al paladar y que tuvo buena aceptación por parte de los lugareños.
Pero la felicidad duró poco. Senjí enfermó del corazón y la señora Yoshie, que no conocía el castellano, armada de un carrito tuvo que salir a ofertar los productos de su huerta. Según afirma, los habitantes del lugar le daban aliento y la ayudaban a expresarse por medio de señas. "Señora japonesa -le decían-, quiero su verdura", y allá partían cargados de productos vegetales. "Se vendía mucho", asegura esta mujer gentil.
Pero no alcanzaba para atender las necesidades de la casa. Sus hijos, que de mañana asistían al colegio, por las tardes tuvieron que trabajar. Hoy la señora Yoshie, rodeada por el afecto familiar y agradecida al país y a la gente de Oberá que tanto le tendió la mano, vive orgullosa de sus cinco hijos, que llevan bajo el brazo, a modo de desafío personal, sus títulos universitarios. Atrás quedaron las amarguras del comienzo, la muerte del señor Senjí en 1982, la melancolía por su tierra y la idea del suicidio que alguna vez rondó por su cabeza y que fue necesario desterrar para afrontar el futuro: "Mi camino no fue fácil, había muchos problemas, muchos escalones que subir; pero a cada peldaño superaba las dificultades y al final valió la pena", dice ahora, satisfecha.
El hijo ausente.
Delia Yamonokushi está casada con Jorge Komatsu y, como su marido, es argentina pero desciende de inmigrantes japoneses. De la unión nacieron Claudia y Jorge (casado con Griselda Gsell, de origen suizo, y padre de dos de sus nietos, Kenzo y Akio, a quienes le ha costado transmitirles las costumbres de sus mayores). A los 47 años, Delia es un ama de casa -como ella se define-, pero con múltiples actividades.
Generosa y emprendedora, esta mujer menuda no se detiene un instante, cultiva bonsái y está preparando un viaje a Turín, Italia, invitada al Encuentro Mundial de Comunidad Alimentaria, donde disertará sobre sus productos a base de caña de bambú, que se cosechan y producen en la antigua chacra de su suegro. Sus escabeches de bambú son muy reconocidos en la zona y resultan un buen sustituto del palmito. "Yo me siento orgullosa de llevar sangre japonesa", dirá con una sonrisa amplia. Sus padres, como la señora Yoshie y su familia, venían escapando de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. Habían oído hablar de un hermoso país en donde se cosechaba el oro verde - la yerba mate -, y donde todo era más amable y menos traumático que en el Japón de aquellos años. Emprendieron el viaje dejando atrás un hijo, de nombre Tatsuro, al cuidado de los abuelos, porque éstos se empeñaron en que debía quedar alguien de su sangre en el país de Oriente.
Era 1955 y recién trece años más tarde su madre se reencontraría con el muchacho. Hoy, la mujer mantiene una fluida comunicación telefónica con su hijo quien, ante las reiteradas súplicas de su madre, empeñó la palabra de que volverá a visitarla antes de que ella sea viejita. Lo que Tomeko no pudo evitar en algunas de las primeras charlas del reencuentro fueron las preguntas de Tatsuro referidas a por qué lo dejaron al cuidado de los abuelos.
Delia, junto con otros miembros de la colectividad, se encarga de difundir las costumbres de sus ancestros. Enseña, entre otras cosas, los secretos del kimono, traje típico que visten las mujeres y hombres del Japón, y que conlleva toda una suerte de rituales: el de las damas mayores, en la parte de la nuca debe ir descubierto y ellas llevar el pelo recogido; las mangas se diferencian entre las damas casadas y las solteras -más cortas para unas y más largas para las otras- y el mismo se usa cruzado en su solapa hacia la derecha -porque cruzado hacia la izquierda es símbolo de muerte-. Esta cultura pone especial énfasis en remarcar valores como el respeto, la dignidad y el honor. La rectitud es una enseñanza arraigada en sus mayores e inculcada en sus descendientes. A pesar del paso del tiempo y la lejanía del lugar de origen, estas costumbres no se han perdido. Como afirma la señora Yoshie: "Yo les transmití a mis hijos que no hay que mentir ni robar para poder caminar en la oscuridad tranquilamente".
Las historias de las familias de inmigrantes sintetizan sucesos compartidos que hablan de desarraigo, de tristezas y alegrías. En su peregrinaje hacia América del Sur, el mapa de Europa fue mutando y, con ello, muchos viajeros perdieron hasta su nacionalidad de origen. Algunos de ellos arribaron, como los japoneses, merced a la buena difusión realizada por los primeros migrantes; otros, convencidos de que la Argentina era parte de Estados Unidos, país que tenía muchas más exigencias de ingreso, y hubo quienes fueron atraídos por el parecido geográfico -y no tanto climático-, con sus países nativos. Así es como los colonos le han ido imprimiendo una identidad particular a esta ciudad y al resto de la joven provincia del nordeste argentino.
Muchos de ellos, en los comienzos, les negaron a sus hijos la posibilidad de utilizar sus lenguas maternas, para que no fuesen objeto de burla o para que los más jóvenes les enseñaran el castellano, ese idioma que les resultaba esquivo. Como bien señala la antropóloga Ana Gorosito, de la Universidad Nacional de Misiones: "En esta provincia pugna por emerger una idea de identidad múltiple en detrimento de una identidad hegemónica". La investigadora no duda en afirmar que "la misionera es una identidad heterogénea y en diálogo creativo, absolutamente fructífero. De manera que hay intercambio, pasajes de una forma cultural a otra en un proceso, es decir, como algo que no está absolutamente acabado". Esto ha dado como resultado que muchos descendientes de inmigrantes de segunda generación, desde distintos lugares, ya sea culturales o artísticos, vayan en busca de sus raíces. "Yo noto -dice Gorosito- en los jóvenes descendientes de inmigrantes un revivalismo, es decir, una intención de recuperar las fuentes como, por ejemplo, saber de dónde proceden o encontrar rastros de la tradición perdida".
Es evidente que la diversidad no es impedimento para una convivencia armónica, como bien afirma el presidente de la Federación de Colectividades, Julio Pedro Barchuck, de origen ucraniano: "Nosotros apoyamos todo lo que sea expresión tradicional del país, porque primordialmente somos argentinos, y lo único que pretendemos es conservar esa cultura que trajeron nuestros abuelos como una manifestación de formación y conocimiento universal".
Fiesta del color del mundo
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Año tras año, en un predio de 10 hectáreas denominado Parque de las Naciones, en Oberá, se dan cita las distintas colectividades que conviven en la provincia, dispuestas a realizar la Fiesta Nacional de las Colectividades, que les ha otorgado fama. Vestidos con sus coloridos trajes típicos, los pobladores se aprestan a recibir a los visitantes que se acercan con motivo de la festividad. En casas acondicionadas a la usanza tradicional de sus regiones de origen, desarrollan lo mejor del arte culinario y exhiben sus expresiones artísticas. Allí se puede degustar desde un típico vareñiki ruso -empanada de ricota-, hasta un cuisses de grenouilles de la cocina francesa.
Según Julio Pedro Barchuck, presidente de la Federación de Colectividades, la idea de la fiesta nació en 1980 de la mano de un grupo de visionarios. Al principio, la celebración tuvo una duración de cuatro días, hoy la festividad va por el número 26 y este año se prolongó desde el 4 hasta el 26 de septiembre. Los desfiles de carrozas y los inmigrantes vestidos con trajes de origen, las danzas tradicionales, la elección de la reina, la música y las expresiones artísticas más variadas convergen para el placer de los visitantes. La Argentina, como una colectividad más, tiene su propio pabellón y una paisana que porta la enseña nacional es quien suele presidir los actos oficiales.
Tardará en nacer.
"Sí: las historias existen y no hay más que pararse a escucharlas. Pero un oyente como Horacio Quiroga tardará en nacer, si es que nace". Con esta frase Rodolfo Walsh cierra su nota titulada El País de Quiroga, una de las cuatro que escribió sobre Misiones allá por el año 1966 para la revista porteña Panorama. Otra se llama La Argentina ya no Toma Mate y trata sobre la producción yerbatera. La tercera nos habla de una experiencia de inmigración japonesa en la provincia, y se titula Kimonos en la Tierra Roja. Y la cuarta, sobre Iguazú, se halla perdida.
Hace ya unos años, en el suplemento Radar de Página 12, el periodista Diego Bentivegna deslizó una apreciación sobre la escritura walshiana que nos interesa: "...más que una forma ahistórica que puede generar beneficios literarios sin riesgos, la escritura de Walsh, es un modo de ubicarse en la literatura (en y no fuera o sobre) o de entender la posición del escritor y su oficio...". ¡Nada de falta de ubicación histórica en Walsh! Sí, en cambio, un profundo compromiso con su presente, con el que le tocó vivir. La idea de estas líneas es sostener que al escribir sus trabajos sobre Misiones (como tantos otros), al ejercer un periodismo de gran nivel, Walsh se suma a la categoría de "historiadores originales" (Hegel), llamados así por ser partícipes de los hechos que describen. Constituyen el primer escalón (no por ello menos importante) del quehacer historiográfico.
Son los hacedores de historias de primera mano, emparentadas con el arte, con la literatura. Walsh no se resigna a la mediocridad de un simple cronista incomprensivo, no se contenta con levantar un inventario de los acontecimientos o con establecer una cronología. Walsh, como historiador original, responde a exigencias más elevadas. Se sabe parte de la abigarrada objetividad que se despliega ante sus ojos, como si los autores de los acontecimientos realizasen lo que él también habría querido decir o hacer.
Un mal historiador original ve los acontecimientos con desapego, los observa desde lejos. Precisamente lo que Walsh evita. La situación menos propicia es la del hombre que cree poder desprenderse de este mundo y que, en la medida de lo posible, lo abandona. Cuando los hombres cultivados ya no viven, y cuando los que viven ya no se cultivan, desaparecen los historiadores originales. Sin duda, parafraseándolo, otro escritor (periodista, historiador, cuentista) como Walsh tardará en nacer, si es que nace.
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