En las largas tardes patagónicas en casa de Raine había lugar para todos, allí se reunían amigos pescadores, pueblerinos, compañeros de trabajo, familia.
Solo era indispensable tomar mate y no mucho más. Tortas fritas, facturas, algún budín siempre había, los traían los visitantes por cortesía o los horneaba la dueña de casa para agasajar al que se diera una vuelta por ahí.
Las historias siempre iban y venían, en ocasiones no sabíamos si era una leyenda, un cuento recién inventado o una historia con bases reales. El asunto era contar, como una competencia sin declarar, todos querían sobresalir y nadie preguntaba si lo que se escuchaba era lo que había ocurrido. Un pacto implícito que nadie rompía y de esa manera la magia nunca acababa.
Jorge era un habitual integrante de la ronda al que yo apenas conocía, siempre tenía algo para decir y esa tarde contó una historia de las que se recuerdan, trataré en las próximas líneas de ser fiel al relato.
En la cordillera de los Andes todas las montañas altas están habitadas por el espíritu de algún valiente cacique fallecido. Si este cacique fue muerto en batalla mejor y si además fue contra el invasor español ya era en extremo poderoso y digno guardián de las alturas. Tal era el caso de este espíritu que habitaba un volcán.
Por muchos años descansó sin contratiempos hasta que un día se aproximaron a la montaña un grupo de guerreros huiliches que venían cazando choiques, huemules y guanacos, principales fuentes de alimento y vestimenta para sus tolderías y rucas.
Sin sospechar que al espíritu no le gustaba que lo interrumpieran e invadieran sus dominios, los guerreros subieron muy alto por las laderas y el volcán dejó de lado su descanso de siglos y comenzó a arrojar toneladas de lava, roca y cenizas ardientes, como si esto fuera poco, la tierra temblaba y se abría en grandes grietas que se tragaban a los cazadores.
El consejo de la tribu se reunió para conferenciar y consultar a la machi, la sacerdotisa y curandera cuya opinión era respetada por todos, su consejo fue drástico como lo era la furia del volcán y de su guardián, para calmar su ira había que sacrificar una doncella, pero no cualquiera, tenía que ser la más bella, apreciada y querida por la tribu. Al cacique se le heló la sangre, la única candidata posible era su querida hija menor Ligray. Había que lanzarla viva al enorme cráter de lava hirviente que se había formado en la cima de la montaña.
No obstante su enorme pena, el cacique tuvo que aceptar el consejo en pos del bien de su pueblo.
El designado para llevar a la hermosa muchacha debería ser el guerrero más joven que hubiera recibido el ritual de iniciación, sus atributos y armas. Mulik, tal el nombre del joven sobre el que recayó la elección, estaba enamorado secretamente de la hija del cacique y su pena fue inconmensurable sin embargo acepto en el convencimiento que al menos estaría cerca de su amada hasta el último instante.
Mulik tomó a la muchacha entre sus brazos y ascendió por la ladera del enojado volcán hasta una zona donde los vientos soplaban con gran violencia e intensidad, la joven soportaba estoicamente su destino y no se quejó en todo el trayecto.
Apenas el joven depositó a su amada en el suelo un enorme cóndor blanco cuyos ojos fulguraban con el mismo fuego del volcán tomó a la princesa entre sus garras y sin detener su vuelo y pese al desesperado grito de Mulik, se elevó con ella y la arrojó al cráter. Inmediatamente enormes nubes blancas como el vestido de la joven mártir cubrieron el cielo y pese a que era verano una densa nevada cubrió el pico de la montaña y apagó el fuego.
El sacrificio de la joven y la resignación e impotencia de su secreto amante apaciguaron para siempre el enojo del espíritu del guardián de la montaña, desde entonces sobre ese gran volcán reina la paz, un eterno manto blanco como el vestido de la princesa huilliche corona el cráter.
Volcán Lanín visto desde el lago Huechulafquen - Neuquén - Patagonia Argentina
Luego de esta vinieron otras historias, ninguna como la que acabo de relatar. Las sombras alargadas de los altos álamos indicaban que era hora del regreso, saludé a la concurrencia y prometí volver pronto por otros relatos.
En el viaje de regreso a Esquel recordé la figura del imponente Lanín, lejos de mi destino actual pero cerca de Junín de los Andes, imaginé ver cómo el manto eterno de las nieves de su corona se mueve al son del viento, tal como lo haría el vestido blanco de Ligray.
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