Fue uno de los mayores cuentistas de la literatura de habla hispana. El hombre que caló más hondo en la realidad cotidiana de la selva misionera, tuvo dos grandes pasiones: la escritura y el ciclismo. Una de sus frases sintetiza su modo de vida: "Hacer lo que sentimos por la necesidad de vivir".
Horacio Quiroga decidió vivir sólo 56 años y apenas necesitó 30 para que a nadie le quedara la más leve duda: era un hombre extraordinario. Siendo hijo de Prudencio Quiroga -vicecónsul argentino en Salto, Uruguay, donde le tocara nacer en 1879- y descendiente de Facundo, El Tigre de los Llanos, también decidió por sí mismo su nacionalidad. "Se habla tanto del Río de la Plata como entidad cultural, pero en cada orilla andan por su lado y hay poco hacer conjunto.
Entonces no reclamé la ciudadanía de mi padre, a pesar de tener derecho, y elegí ser el primer rioplatense cabal", decía. Se sabía predestinado a enfrentar episodios, vivencias y sentimientos de alcances extremos. Por ello cultivó un primitivo sentido de la soledad, padeció hambre en plena belle époque francesa, se metió sin miedo en el terrible universo de la selva misionera y en todas partes mantuvo una inevitable pareja con la muerte. Lo que no impidió que cumpliera sin convicción funciones de diplomático, fuera acunado por la fama de su obra narrativa y nunca negara que iba a ser una figura destacada en la literatura de habla hispana. Riguroso y frontal como era, se permitía hablar de su camino hacia la gloria, que nombraba así, sin eufemismos.
Tema subyugante y no muy transitado el de las diversas pasiones que experimentara sin represiones H.Q. (no es caprichoso citarlo con sus iniciales; a partir del caso de George Bernard Shaw, G.B.S. para los británicos, Quiroga decía que ser llamado así significaba la única consagración popular de un creador).
París en bicicleta.
De su temprano viaje a París y sus estadas en Misiones surgen momentos esenciales de su búsqueda insaciable como hombre y como artista. En 1900, a los 20 años, se lanzó a su primera gran aventura. Impulsado por dos pasiones que amanecieron en la adolescencia, la escritura y el ciclismo, se embarcó hacia París. Siempre logró que avanzaran paralelamente su honda vocación de cuentista -el género que dominaba, al margen de trabajos en poesía y novela- y su necesidad de satisfacer las urgencias que planteaba su cuerpo, pequeño, enjuto, pero necesitado (y capaz) de someterse a tremendos esfuerzos. París lo vio vistiendo la típica malla a todo color de los ciclistas profesionales -Quiroga era amateur, pero como no se tomaba nada superficialmente, había fundado un club de ciclismo en sus pagos y no olvidaba sus sueños de ser campeón- y, por las noches, rondando las tertulias del café Cyrano, que animaban los más brillantes escritores de la época. "No ocultaban su enorme afán de notoriedad y me aburría soberanamente. Sólo me interesó Rubén Darío", juzgó H.Q.
A la hora de distribuir gastos -su diario de viajes lo corrobora- le costaba optar entre ir al Louvre y comprar un libro de cuentos de Edgar Allan Poe, cenar en un bistrot de Montmartre o no perderse la final del Mundial de Velocidad. Volvió sin equipaje, hizo poco museo y terminó cobrando unas monedas por pasear los perros de una condesa y pidiendo otras para comer, pero abrazado a su bicicleta Range (la más cara de entonces) asistió a todas las jornadas de ese Mundial.
Como saldo le quedó un firme desprecio hacia la capital de la cultura europea de aquel tiempo. Y eso que al comienzo las parisinas solían llamarle "le joli petit arabe" (el bello pequeño árabe) por la imagen que daban la barba bien recortada y sus aires de dandy, frenado por la timidez del botija inexperto y con escasos francos. Después abandonaría el cuidado de la barba, que creció hasta tornarse inconteniblemente selvática. Acosado por esa cita inaugural con la soledad y la falta de parné, extrañaba furiosamente la vida de Salto, incluido su noviazgo trunco. "Su alma sustancialmente auténtica y sincera hasta la brutalidad no podía congeniar con un ambiente artificial y supercivilizado", considera su biógrafo (y compatriota) Alberto J. Brignole. El futuro, sin embargo, lo conduciría muy lejos de la añorada rutina de la ciudad provinciana en que naciera.
Amor desenfrenado.
En Estados Unidos, este encendido Quiroga acaso habría sido un pionero de los que conquistaron el Far West. Pero en Misiones la tierra lo esperaba como una hembra enamorada que elige a un varón para entregarse. También él se entregó a ese amor desenfrenado que arrastraría su vida afectiva formal y la condenaría a un obligado contacto con fieras, no importa si hombres o animales. "La patria es el sitio donde se vive bien", creía H.Q. Aunque no es simple aceptar que en esa Misiones de fines de la década del 20 y la siguiente, un intelectual con cierto refinamiento, amante del juego y las mujeres adolescentes y veinteañeras -pasiones no menos intensas del joven H.Q.-, pudiera saborear ese vivir bien.
En San Ignacio fue devorado por el paisaje indómito y rebelde, rasgos que signaban su propia personalidad, y sólo le reconoció espacio semejante a su literatura. Hachó troncos gigantescos, peleó al monte a machetazos, construyó su casa, limpió el suelo para que se radicara allí su íntimo amigo Ezequiel Martínez Estrada, fabricó violines y aprendió que "el trabajo físico es higiene mental y una catarsis". Se instaló ganando su lugar a pura prepotencia y con un lema incuestionable: "Con la pluma o el machete somos igualmente hombres y estamos aquí para hacer, hacer lo que sentimos por necesidad de vivir". Con sus compañeros de combate cotidiano pasaba las duras noches invernales picando tabaco, o aprendiendo a tejer y coser ropa mientras trataba de sintonizar Radio del Estado y escuchar buena música. Una tarde, H.Q. caminaba hacia un almacén de ramos generales en medio de senderos que aún debía doblegar a machetazos. Silbaba el andante de la Séptima Sinfonía de Beethoven, pero había olvidado la partitura y se limitaba, molesto, a reproducir siempre un mismo fragmento. En eso oyó un silbido que retomaba la obra precisamente en el punto en que su memoria lo abandonaba. Le pareció entre mágico y milagroso el hallazgo. "¿Quién es?", gritó, y al rato asomó un colono belga. Se rieron sin darse siquiera la mano. La música los había hecho amigos, sin verse, en medio del monte: "Sólo nosotros dos en toda la región llevábamos en el alma a Beethoven", definió. ¿Qué carencias podía lamentar?
Extraño consulado.
Retornó a Buenos Aires para hacerse cargo del consulado del Uruguay y añoraba el paisaje y el río que miraba todos los días desde su bungalow misionero. En 1927 alquiló una casa en Vicente López, al pie de la barranca que daba al Plata. De las paredes colgaban armas indias (arcos, arpones, boleadoras), pieles de jaguar y cueros de víboras. En el jardín, detrás de un Ford a bigotes y una motocicleta que desarmaba constantemente, había un aguará, un coatí, un oso hormiguero, flamencos, chuñas y, en una precaria piscina, creó un serpentario, del que tuvo que desprenderse por la presión de los vecinos, que le temían. De ahí el apodo "el ogro".
Ajeno a las acusaciones y con déficit de actividad física, H.Q. fabricaba títeres y muñecos y jugaba con los chicos del barrio. En esos menesteres ideó revestir con aros de acero las ruedas de los patines para atenuar su desgaste. Y encantado con el tenis callejero, tejió una red que ataba a dos árboles, uno en cada vereda, y se prendía, vistiendo overol y sandalias, en partidos en que era el único adulto. Un monstruo, realmente. Salvo que se comprendiera que H.Q. guardaba a la yarará tras un vidrio oscuro y sacaba a vivir a la anaconda que, enroscada a la red de cáñamo, tomaba sol y miraba los torpes passing-shots del maestro.
El último regreso.
Pero el llamado de la tierra amada era incesante. Y en 1931 regresó a San Ignacio. Cuando dejó de escribir -tampoco sus pasiones escapaban a la muerte-, el hábil y fecundo trabajo de sus manos aportó al espíritu los goces que antes manaban de la literatura. Construyó habitaciones, canoas, utensilios caseros y volvió a modelar los muñecos de barro con que se había entretenido en Vicente López. Le reclamaba a Martínez Estrada que fuera a vivir a Misiones. Eran tan amigos que se decían hermanos, pero los dos preservaban celosamente una amurallada zona de intimidad. H. Q. se resignó a prolongar el aislamiento, pues ni mujeres ni hijos podían mitigar su soledad. La burocracia es impiadosa con quienes no se someten a sus dictados, y le quitaron el cargo diplomático.
Después creció la enfermedad terminal, se atendió en el Hospital de Clínicas porteño y pudo entender que de ninguna manera quedaría en condiciones de regresar a su rincón en el mundo para cumplir el mandato de hacer. Entonces llenó una copa de cianuro en un final digno de sus criaturas de ficción. En el brusco corte de su trayectoria como cónsul, H.Q. había sido personaje de Kafka: fue declarado cesante por utilizar la máquina de escribir del consulado "en provecho propio". Provecho que consistió en teclear la máquina (marca Underwood) para dar forma a estupendos relatos que otorgarían jerarquía universal a la literatura del Río de la Plata. Cuánta inmoralidad.
Si te ha gustado el artículo inscribete al feed clicando en la imagen más abajo para tenerte siempre actualizado sobre los nuevos contenidos del blog:
Comentarios
Publicar un comentario
No insertes enlaces clicables, de lo contrario se eliminará el comentario. Si quieres ser advertido via email de los nuevos comentarios marca la casilla "Avisarme". Si te ayudé con la publicación o con las respuestas a los comentarios, compartilo en Facebook,Twitter o Instagram. Gracias.