Es uno de los más destacados pintores expresionistas argentinos contemporáneos. Los caballos han sido una constante en su vida y los ha retratado en sus formas más diversas, con una fuerza y una potencia que sorprenden.
Los dedos rozan el pincel, lo sostienen como si lo estuvieran acariciando. La imagen que devuelve el óleo guarda una belleza inusual: una partida de indios a caballo sobre alguna planicie patagónica y, al fondo, un cielo de grises tonos presagiando tormenta. En la habitación, los tarros de pintura desparramados sobre el suelo y la paleta llena de colores guardando un orden que sólo el artista conoce.
Como si en la punta de las yemas llevase la imagen precisa de lo que piensa colocar en el lugar y el ángulo exacto de la tela, Hugo Diez pinta. Es un hombre sin grandes escuelas académicas pero lleno de talento. Comenzó a dibujar y pintar en plena niñez, pero fue a los once años cuando pretendió calzarse el rótulo de artista. En Trenque Lauquen, su ciudad natal, se llevó a cabo un concurso de muralistas y uno de ellos, Ernesto González Garone, le fue a pintar, justo a él, una de las paredes de su casa. Hugo sintió que se le inflamaba el pecho y decidió emularlo. Tiempo después se llevaría a cabo un certamen interescolar y el mocoso de once años, el preferido del dueño, director y maestro del Colegio Politécnico, don Raúl Moyá, lo terminaría ganando.
Enchastrado de pies a cabeza, el novato pintor entregaba a la admiración de su selecto público - sus compañeros y maestros - su primera gran obra: un mural de dos metros y medio de ancho por dos de alto. La sonrisa le iluminaba la cara, se sentía en la cumbre. Demostraba que no en vano su mecenas, don Moyá, había invertido tiempo y dinero en su talento.
Si bien no había antecedentes familiares, sus padres lo estimularon tempranamente, elogiando cada composición que el pequeño bocetaba sobre un papel. Pronto descubrió que la historia argentina esta bordeada por un animal con características únicas: el caballo. Seducido, se abocó con esmero a retratar esa imagen.
A raíz del concurso de muralistas, González Garone y Rodolfo Campodónico, dos de los mayores referentes de la época, se quedan a vivir en la ciudad y fundan la Academia de Artes Visuales, a la que concurre el niño pintor. Era el gurrumín del grupo, integrado en su gran mayoría por jóvenes grandes. La experiencia de la Academia duró poco.
El hecho de vivir en una región como la llanura pampeana, rodeado de animales y campo, lo llevaron a elegir la carrera de Veterinaria. Al terminar la secundaria se subió a un ómnibus y se fue a la Capital Federal, persiguiendo lo que él creía era su vocación. Su estadía se tornó abúlica y comenzó a ganarse la vida como empleado en una empresa cerealera; los libros de Veterinaria yacían en un rincón, arrumbados y repletos de polvo. No tardó en cambiar de trabajo y se vinculó con una empresa de la familia Dorignac, muy ligada al polo. Era un signo: los caballos reaparecían en su vida. Hugo seguía dibujando en sus ratos libres - que eran pocos -, hasta que un buen día dijo "Chau oficina, me voy a dedicar a la pintura", y se largó a desarrollar su arte, a vivir de lo que pudiera vender.
Era el año 1981. Si bien Diez sitúa aquel momento como el de ruptura con el trabajo formal y el inicio de su vocación plástica, la realidad era que dos años antes su ciudad de origen lo había convocado a una exposición, una muestra con artistas locales que no podía prescindir del hijo pródigo - que por entonces residía en Bahía Blanca -. La muestra se llevó a cabo en la casa de quien en vida había sido un ilustre poeta y docente: Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte. La emoción fue enorme.
Muralistas
El pincel no se cansa de subir y bajar una y otra vez por la tela mientras el artista, con gesto relajado y mirada atenta, va rescatando del aire o desde el fondo de los recuerdos el misterio de las formas y colores. Si bien Diez no reconoce maestros, su gran referente terminó siendo Rodolfo Campodónico, quien con generosidad le compartió los secretos del oficio.
Las vueltas de la vida lo llevaron a reencontrarse con aquel muralista al que había admirado desde la primera mirada de la infancia. Se volvieron amigos, se visitaban con frecuencia en sus talleres. Un día Campodónico y otro muralista, Juan Manuel Sánchez, son invitados a exponer a la Universidad de San Luis y le hacen extensiva la convocatoria. Al llegar a la ciudad puntana se encontraron con que los empleados estaban en huelga: "Muchachos, lo lamentamos mucho pero estamos de paro y no hay exposición que valga", les dijeron. Se quedaron durante tres días compartiendo la mesa, las horas, y las historias, que con pasión narraban sus colegas. él se dedicaba a escuchar y aprender mientras los días se completaban con la contemplación de los cerros que Campodónico iba bocetando.
Hoy, en una pared de su taller pende como un tesoro el trabajo que su ya desaparecido amigo le dedicara. "Querían hacerme muralista a toda costa - recuerda ahora - y si bien a mí me fascinaba un Rufino Tamayo, un Diego Rivera, un David Alfaro Siqueiros o un José Clemente Orozco, nunca me tocó expresarme como lo hicieron ellos". La admiración de Diez siempre había estado fija en la figura del pintor argentino Fernando Fáder, uno de los más destacados impresionistas a nivel mundial, nacido en 1882 y fallecido en 1935.
Colores Caribe
Su trabajo por entonces sufría de baches hasta que, cansado, con su flamante esposa Teresa Meyer Arana se subieron a un avión y se marcharon rumbo a Venezuela. La distancia de la Argentina lo llevó a revalorizar sus orígenes. Los caballos, que tanta presencia tenían en su vida, eran objeto de culto; los de polo y los de turf, parte recurrente en su trabajo. Tiempo después le llegaría el turno al caballo rural. "Reemplacé la estética por el sacrificio", reconoce. Si bien estos animales ocupan una parte importante de su tarea, no es menor la dedicación que le da a los paisajes. El trabajo de Diez tiene una extraña fortaleza que se sostiene en una impresionante transmisión visual. La perfección de las dimensiones, la narración plástica de los lugares, los contrastes, la elección de los colores, la luminosidad, todo eso le otorga a su pintura un valor incalculable. "Los paisajes de Diez tienen el estilo llano, sencillo del que conoce lo que plasma.
Es figurativo y le va bien ese lenguaje a lo suyo; es un colorista cauto y no se equivoca con estridencias a la moda. Pretende (lográndolo) ser un intermediario entre la realidad y el arte", supo escribir alguna vez el crítico Albino Diéguez Videla, y con razón. En sus nueve años de residencia en tierra venezolana, jamás se pudo consustanciar con los colores, con la estridencia y la brillantez del Caribe.
Su predilección por los tonos tierra lo remitían inexorablemente a su lugar de origen. De esa época le quedó un impresionante trabajo, integrado por cuarenta cuadros sobre unas inundaciones que asolaron Trenque Lauquen. Sólo el relato de su padre a través del teléfono y su imaginación lo llevaron a realizar una composición de lugar que resultó reveladora. Era cuestión de levantar el auricular a seis mil kilómetros de distancia y preguntar "A la chacra de fulano de tal ¿hasta dónde le llega el agua?" y la respuesta - que no siempre le llegaba con los detalles precisos - le alcanzaba para ir plasmando la obra.
Él conocía cada loma, cada impronta de terreno había sido lugar de juegos en la infancia. El antiguo Camino Real, los desniveles, los montículos, todo le era familiar, y esa enorme pileta en que se había convertido la llanura pampeana fue a quedar retratada en sus telas con un resultado que lo llenó de orgullo.
Hoy Hugo Diez, de cuarenta y seis años, sonrisa afable y espíritu jovial, recuerda con cariño esa época de andariego, la cual le entregaría tres hijos - Joaquín, Macarena y Camila - y un equipaje repleto de anécdotas, de gente solidaria, de paisajes sorprendentes, de nostalgias y una obra que lo terminaría consolidando como uno de los grandes expresionistas contemporáneos que dio el país: "Yo soy alguien que se impresiona del paisaje, de la atmósfera, de los olores y trato de expresarlo a mi manera con cierto realismo en la tela, eso es", dice con un marcado despojo este hombre que reside en Potrero de los Funes, San Luis.
Su obra guarda un secreto que se aviene a compartir: otras disciplinas artísticas forman parte de sus telas aunque no se vean; la poesía y la música, inseparables compañeras de viaje. "Si hay algo que me hace pintar ciertos o determinados motivos, más que mi lugar de origen es la música", comienza a relatar en tono confidente."Inmediatamente hago un paralelo entre la música y la poesía de autores que me gustan, como Jaime Dávalos, Armando Tejada Gómez o Hamlet Lima Quintana. Cada palabra, cada frase, cada verso, cada metáfora de ellos me empuja, me hace cambiar un color", se entusiasma. Los trabajos de este hombre sencillo, de hablar sereno y apasionado, integran muchas galerías y colecciones privadas, pero eso no le hace perder de vista la humildad ni le resta energías para seguir imaginado futuro.
Hoy este hombre que vive con su familia en Potrero de los Funes, San Luis, sueña con poder plasmar una obra que esté vinculada a grandes compositores de tango, entre los que se destacan Aníbal Troilo, Homero Manzi, Sebastián Piana o Enrique Cadícamo. También lleva consigo la idea de trabajar en un proyecto monumental, el de realizar una macro obra que comprenda todas las provincias argentinas, incluida la Capital, con una producción de al menos cuatro cuadros por provincia. "Quiero ir al rescate de los valores culturales y sobre todo de la labor del hombre, de todo lo que se sigue haciendo de manera artesanal. El retratar a los braseros juntando algodón, los secadores de yerba, de tabaco, los hornos de carbón, para que eso quede conservado", dice.
Hugo consigo lleva marcadas a fuego las palabras que alguna vez allá lejos, en su adolescencia, le confiara Eleodoro Marenco, hombre de grandes conocimientos en la temática gauchesca y quien fue uno de sus referentes: "Vos el caballo en la cabeza lo tenés, podés trasladarlo a través de tu mano, pero al caballo hay que conocerlo en la yema de los dedos. No te canses de acariciarlo, de olfatearlo". La producción de Hugo Diez demuestra que aprendió la lección; su obra posee una potencia que deslumbra, ahora entusiasmado y acostumbrado a las caricias, decidió ir por el resto.
Los dedos rozan el pincel, lo sostienen como si lo estuvieran acariciando. La imagen que devuelve el óleo guarda una belleza inusual: una partida de indios a caballo sobre alguna planicie patagónica y, al fondo, un cielo de grises tonos presagiando tormenta. En la habitación, los tarros de pintura desparramados sobre el suelo y la paleta llena de colores guardando un orden que sólo el artista conoce.
Como si en la punta de las yemas llevase la imagen precisa de lo que piensa colocar en el lugar y el ángulo exacto de la tela, Hugo Diez pinta. Es un hombre sin grandes escuelas académicas pero lleno de talento. Comenzó a dibujar y pintar en plena niñez, pero fue a los once años cuando pretendió calzarse el rótulo de artista. En Trenque Lauquen, su ciudad natal, se llevó a cabo un concurso de muralistas y uno de ellos, Ernesto González Garone, le fue a pintar, justo a él, una de las paredes de su casa. Hugo sintió que se le inflamaba el pecho y decidió emularlo. Tiempo después se llevaría a cabo un certamen interescolar y el mocoso de once años, el preferido del dueño, director y maestro del Colegio Politécnico, don Raúl Moyá, lo terminaría ganando.
Enchastrado de pies a cabeza, el novato pintor entregaba a la admiración de su selecto público - sus compañeros y maestros - su primera gran obra: un mural de dos metros y medio de ancho por dos de alto. La sonrisa le iluminaba la cara, se sentía en la cumbre. Demostraba que no en vano su mecenas, don Moyá, había invertido tiempo y dinero en su talento.
Si bien no había antecedentes familiares, sus padres lo estimularon tempranamente, elogiando cada composición que el pequeño bocetaba sobre un papel. Pronto descubrió que la historia argentina esta bordeada por un animal con características únicas: el caballo. Seducido, se abocó con esmero a retratar esa imagen.
A raíz del concurso de muralistas, González Garone y Rodolfo Campodónico, dos de los mayores referentes de la época, se quedan a vivir en la ciudad y fundan la Academia de Artes Visuales, a la que concurre el niño pintor. Era el gurrumín del grupo, integrado en su gran mayoría por jóvenes grandes. La experiencia de la Academia duró poco.
El hecho de vivir en una región como la llanura pampeana, rodeado de animales y campo, lo llevaron a elegir la carrera de Veterinaria. Al terminar la secundaria se subió a un ómnibus y se fue a la Capital Federal, persiguiendo lo que él creía era su vocación. Su estadía se tornó abúlica y comenzó a ganarse la vida como empleado en una empresa cerealera; los libros de Veterinaria yacían en un rincón, arrumbados y repletos de polvo. No tardó en cambiar de trabajo y se vinculó con una empresa de la familia Dorignac, muy ligada al polo. Era un signo: los caballos reaparecían en su vida. Hugo seguía dibujando en sus ratos libres - que eran pocos -, hasta que un buen día dijo "Chau oficina, me voy a dedicar a la pintura", y se largó a desarrollar su arte, a vivir de lo que pudiera vender.
Era el año 1981. Si bien Diez sitúa aquel momento como el de ruptura con el trabajo formal y el inicio de su vocación plástica, la realidad era que dos años antes su ciudad de origen lo había convocado a una exposición, una muestra con artistas locales que no podía prescindir del hijo pródigo - que por entonces residía en Bahía Blanca -. La muestra se llevó a cabo en la casa de quien en vida había sido un ilustre poeta y docente: Pedro Bonifacio Palacios, Almafuerte. La emoción fue enorme.
Muralistas
El pincel no se cansa de subir y bajar una y otra vez por la tela mientras el artista, con gesto relajado y mirada atenta, va rescatando del aire o desde el fondo de los recuerdos el misterio de las formas y colores. Si bien Diez no reconoce maestros, su gran referente terminó siendo Rodolfo Campodónico, quien con generosidad le compartió los secretos del oficio.
Las vueltas de la vida lo llevaron a reencontrarse con aquel muralista al que había admirado desde la primera mirada de la infancia. Se volvieron amigos, se visitaban con frecuencia en sus talleres. Un día Campodónico y otro muralista, Juan Manuel Sánchez, son invitados a exponer a la Universidad de San Luis y le hacen extensiva la convocatoria. Al llegar a la ciudad puntana se encontraron con que los empleados estaban en huelga: "Muchachos, lo lamentamos mucho pero estamos de paro y no hay exposición que valga", les dijeron. Se quedaron durante tres días compartiendo la mesa, las horas, y las historias, que con pasión narraban sus colegas. él se dedicaba a escuchar y aprender mientras los días se completaban con la contemplación de los cerros que Campodónico iba bocetando.
Hoy, en una pared de su taller pende como un tesoro el trabajo que su ya desaparecido amigo le dedicara. "Querían hacerme muralista a toda costa - recuerda ahora - y si bien a mí me fascinaba un Rufino Tamayo, un Diego Rivera, un David Alfaro Siqueiros o un José Clemente Orozco, nunca me tocó expresarme como lo hicieron ellos". La admiración de Diez siempre había estado fija en la figura del pintor argentino Fernando Fáder, uno de los más destacados impresionistas a nivel mundial, nacido en 1882 y fallecido en 1935.
Colores Caribe
Su trabajo por entonces sufría de baches hasta que, cansado, con su flamante esposa Teresa Meyer Arana se subieron a un avión y se marcharon rumbo a Venezuela. La distancia de la Argentina lo llevó a revalorizar sus orígenes. Los caballos, que tanta presencia tenían en su vida, eran objeto de culto; los de polo y los de turf, parte recurrente en su trabajo. Tiempo después le llegaría el turno al caballo rural. "Reemplacé la estética por el sacrificio", reconoce. Si bien estos animales ocupan una parte importante de su tarea, no es menor la dedicación que le da a los paisajes. El trabajo de Diez tiene una extraña fortaleza que se sostiene en una impresionante transmisión visual. La perfección de las dimensiones, la narración plástica de los lugares, los contrastes, la elección de los colores, la luminosidad, todo eso le otorga a su pintura un valor incalculable. "Los paisajes de Diez tienen el estilo llano, sencillo del que conoce lo que plasma.
Es figurativo y le va bien ese lenguaje a lo suyo; es un colorista cauto y no se equivoca con estridencias a la moda. Pretende (lográndolo) ser un intermediario entre la realidad y el arte", supo escribir alguna vez el crítico Albino Diéguez Videla, y con razón. En sus nueve años de residencia en tierra venezolana, jamás se pudo consustanciar con los colores, con la estridencia y la brillantez del Caribe.
Su predilección por los tonos tierra lo remitían inexorablemente a su lugar de origen. De esa época le quedó un impresionante trabajo, integrado por cuarenta cuadros sobre unas inundaciones que asolaron Trenque Lauquen. Sólo el relato de su padre a través del teléfono y su imaginación lo llevaron a realizar una composición de lugar que resultó reveladora. Era cuestión de levantar el auricular a seis mil kilómetros de distancia y preguntar "A la chacra de fulano de tal ¿hasta dónde le llega el agua?" y la respuesta - que no siempre le llegaba con los detalles precisos - le alcanzaba para ir plasmando la obra.
Él conocía cada loma, cada impronta de terreno había sido lugar de juegos en la infancia. El antiguo Camino Real, los desniveles, los montículos, todo le era familiar, y esa enorme pileta en que se había convertido la llanura pampeana fue a quedar retratada en sus telas con un resultado que lo llenó de orgullo.
Hoy Hugo Diez, de cuarenta y seis años, sonrisa afable y espíritu jovial, recuerda con cariño esa época de andariego, la cual le entregaría tres hijos - Joaquín, Macarena y Camila - y un equipaje repleto de anécdotas, de gente solidaria, de paisajes sorprendentes, de nostalgias y una obra que lo terminaría consolidando como uno de los grandes expresionistas contemporáneos que dio el país: "Yo soy alguien que se impresiona del paisaje, de la atmósfera, de los olores y trato de expresarlo a mi manera con cierto realismo en la tela, eso es", dice con un marcado despojo este hombre que reside en Potrero de los Funes, San Luis.
Su obra guarda un secreto que se aviene a compartir: otras disciplinas artísticas forman parte de sus telas aunque no se vean; la poesía y la música, inseparables compañeras de viaje. "Si hay algo que me hace pintar ciertos o determinados motivos, más que mi lugar de origen es la música", comienza a relatar en tono confidente."Inmediatamente hago un paralelo entre la música y la poesía de autores que me gustan, como Jaime Dávalos, Armando Tejada Gómez o Hamlet Lima Quintana. Cada palabra, cada frase, cada verso, cada metáfora de ellos me empuja, me hace cambiar un color", se entusiasma. Los trabajos de este hombre sencillo, de hablar sereno y apasionado, integran muchas galerías y colecciones privadas, pero eso no le hace perder de vista la humildad ni le resta energías para seguir imaginado futuro.
Hoy este hombre que vive con su familia en Potrero de los Funes, San Luis, sueña con poder plasmar una obra que esté vinculada a grandes compositores de tango, entre los que se destacan Aníbal Troilo, Homero Manzi, Sebastián Piana o Enrique Cadícamo. También lleva consigo la idea de trabajar en un proyecto monumental, el de realizar una macro obra que comprenda todas las provincias argentinas, incluida la Capital, con una producción de al menos cuatro cuadros por provincia. "Quiero ir al rescate de los valores culturales y sobre todo de la labor del hombre, de todo lo que se sigue haciendo de manera artesanal. El retratar a los braseros juntando algodón, los secadores de yerba, de tabaco, los hornos de carbón, para que eso quede conservado", dice.
Hugo consigo lleva marcadas a fuego las palabras que alguna vez allá lejos, en su adolescencia, le confiara Eleodoro Marenco, hombre de grandes conocimientos en la temática gauchesca y quien fue uno de sus referentes: "Vos el caballo en la cabeza lo tenés, podés trasladarlo a través de tu mano, pero al caballo hay que conocerlo en la yema de los dedos. No te canses de acariciarlo, de olfatearlo". La producción de Hugo Diez demuestra que aprendió la lección; su obra posee una potencia que deslumbra, ahora entusiasmado y acostumbrado a las caricias, decidió ir por el resto.
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